Miércoles 22. 1927
Mi dulzura: Una gripe, probablemente preludiada por aquella delgadez que en el Círculo me habías notado, y que era la expresión de un gran cansancio precedente, me retuvo casi una semana acostado y alrededor de diez días en mi
Te agradecí con toda mi alma dolorosa la florcita que me mandaste. Tiene ahora un color divino que ha tomado sólo para mí. Pero basta, como decías tú al llegar la hora de separarnos aquellas tardes. Tu carta llegó impregnada del perfume que le pusiste. Lo conserva y me entra hasta el alma con los besos que te doy allá donde pusiste remedio para los ojos. Y luego la acaricio largamente con aquella mano que hallaba en el jardín pichoncitos y perlas. Una embriaguez loca me invade como ahora mismo y la pantera se pone a rugir, solitaria, sedienta. Tanto, tanto mi amor! Mi único amor. Mi eterno amor... Te dijeron que la cadena se rompió? Fue la emoción que contenía ante la extraña. Yo también habría querido que la rompieras tú, y que a mí mismo me hicieras pedazos. Qué dicha habría sido. No recuerdo las iniciales que puse en aquel sobre. Sería alguna abreviatura de comedimiento. Qué decían? Cómo eran? Por qué te llamas ignorante por eso? No dijo el Dante, y con verdad, que el amor es la fuente de toda ciencia? Otra vez se ha cegado la fuente de los versos. Ya sabes por qué. Hay una forma de dolor, por decirlo así pasivo, que paraliza la mente. Así estoy desde hace muchos días, aunque el peregrino se arrodilla ante el ara, casi todos ellos, para hacerse la ilusión de escuchar un arrullo agonizante. Allá palpitaba la tórtola, gimiendo las delicias que la hacían morir. Y los panales de miel se derretían en dulzura. Y me repito, tanto, tanto, arrodillado así, las palabras del divino extravío. Por qué me dices que no estás linda? Es posible eso? Y sé que es lo contrario. Lo sé porque te veo y tengo adentro, tan claritos tus ojos de amor, tus cejas, tu boca devoradora, tus dientes, todo, todo! Y los lirios de tu cintura suavizan mis manos. Tu cintura que yo electricé y ungí, húmeda de mi amor. Perdóname mi alma. Me muero! Escríbeme en dos sobres. El de encima habrás de rotularlo así:
Sr. D. Enrique Morás - Biblioteca de Maestros - Consejo Nacional de Educación - Rodríguez Peña 935 - Ciudad.
Y no seas mala. Mandame aunque sea un hilito que hayas tenido atado a tus tobillos. Yo lo anudaré. Ven mi vida, mi amor. A beber mi sangre que se derrama.
Leopoldo Lugones (1874-1938) fue un poeta, ensayista, periodista y político argentino. En 1926, la adolescente Emilia Cadelago era una tímida estudiante de letras que se acercó a Leopoldo pidiéndole un ejemplar del agotado "Lunario sentimental", texto que necesitaba para hacer un trabajo en el Instituto del Profesorado. Fue un amor a primera vista. Lugones estaba casado, y con más de 50 años, descubre con esta joven la pasión, su capacidad de sentirla y sufrirla. La convirtió en su Aglaura, diosa griega que representa lo espléndido, la brillantez. Así la llamaba en sus cartas y poesías, llenas de diminutivos y erotismo. En febrero de 1938, decepcionado por la marcha de la historia política argentina y la corrupción pública, así como por la imposibilidad de concretar su relación amorosa con Emilia, Lugones se suicidó, mezclando arsénico y whisky en la soledad de un hotel cercano a Buenos Aires.
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