Mi querido maestro:
Ahí van algunas poesías; ya le enviaré más; me dice usted que con mi carta y con mis libros no recibió versos; debió usted recibir unos “Tercetos melancólicos”. La revista no he tenido el gusto de verla; ¿no ha salido aún? Me habla usted de mi aislamiento, del aislamiento. Yo he sido siempre, como usted sabe, un aislado; creo que la soledad es buena amiga de la bondad, y de la belleza. Ahora bien, la cuestión es ésta: ¿dónde debe uno aislarse? ¿En un pueblo como Moguer? Hay paz, hay silencio… relativo, se reciben libros, revistas, cartas; pero no puede ir uno a un museo, a un concierto, a un parque monumental. ¿En una gran ciudad como París? En el ambiente de una gran ciudad existe todo, pero, por lo mismo, falta la nostalgia. En fin, el asunto es soñar, pensar y cantar de un modo o de otro, pues que en todas direcciones puede encontrarse la belleza absoluta; ir arrancando las mejores rosas por todas las avenidas del destino. Últimamente me había trazado un plan: estudiar bien algunas lenguas muertas y completar mi cultura en las modernas, para poder leerlo todo –todo no, ya sé que esto no es posible pero… ¡mucho de todo!– mas aquí no hay maestros de nada, como no sea de salud –el sol, el cielo azul, el campo verde, la arena roja, cosas que, sin un fondo de tesoros mentales, pueden conducir a una apoteosis a lo Rueda, ¡tan temible! La soledad del sabio sería el ideal perfecto. Llegaría uno a escribir sin gritos, a escuchar solamente el enorme rumor del gran silencio de oro del día, el hervidero de plata de la noche sin fin. Ninguna ciudad del mundo es “la única”, por lo tanto, todas son malas… o todas son buenas… Desde Sevilla…, sueño con las columnas de Tebas o con las pirámides; desde Atenas soñaría con un Tokio del siglo XVIII; desde Babilonia, con el Londres actual; desde París, con… ¡el Jardín de las Hespérides! Y quizás la impresión de las lecturas sea, en resumen, lo mejor.
Un favor: ¿quiere usted decirme en sus cartas qué libros –las joyas sólo– se publican ahí, que deban ser leídos? Yo veo “Vers et Prose”, “Mercure” [de France] y otras revistas –con sus catálogos–, pero sufro desilusiones. Se trata de lo “fundamental” de cosas como la interpretación de Macbeth de Maurice Maeterlinck, como la Elektra de Hugo von Hofmannstahl, como el Saint Sébastien de D'Annunzio -que he encargado-. ¿Estuvo usted en las representaciones? Me he convencido de que es una tontería apurar todo lo de una tendencia determinada: viene el hastío, el empalago. El libro maestro de cada autor –es difícil, dirá usted, saber cuál es; verdad–; Les Stances o Iphigénie de Moréas –¿de qué murió Moréas?-–, ¿no representan, por ejemplo, lo mejor, lo firme de su espíritu? Mi salud no es buena: la continua taquicardia –que a veces llega a ser paroxística– de mi enfermedad nerviosa debe haber determinado una hipertrofia del ventrículo izquierdo, a lo que puedo juzgar. Lo que piensan de esto los médicos no lo sé, pues, como usted comprende, ellos no dicen la verdad… si la saben. No puedo andar mucho, porque viene la fatiga muscular y la disnea; así es que me paso el día en el jardín o en el cuarto de trabajo, leyendo, soñando, pensando y escribiendo.
No deje de mandarme la revista, escríbame y reciba un fuerte abrazo, de su
Juan R. Jiménez
Ahí van algunas poesías; ya le enviaré más; me dice usted que con mi carta y con mis libros no recibió versos; debió usted recibir unos “Tercetos melancólicos”. La revista no he tenido el gusto de verla; ¿no ha salido aún? Me habla usted de mi aislamiento, del aislamiento. Yo he sido siempre, como usted sabe, un aislado; creo que la soledad es buena amiga de la bondad, y de la belleza. Ahora bien, la cuestión es ésta: ¿dónde debe uno aislarse? ¿En un pueblo como Moguer? Hay paz, hay silencio… relativo, se reciben libros, revistas, cartas; pero no puede ir uno a un museo, a un concierto, a un parque monumental. ¿En una gran ciudad como París? En el ambiente de una gran ciudad existe todo, pero, por lo mismo, falta la nostalgia. En fin, el asunto es soñar, pensar y cantar de un modo o de otro, pues que en todas direcciones puede encontrarse la belleza absoluta; ir arrancando las mejores rosas por todas las avenidas del destino. Últimamente me había trazado un plan: estudiar bien algunas lenguas muertas y completar mi cultura en las modernas, para poder leerlo todo –todo no, ya sé que esto no es posible pero… ¡mucho de todo!– mas aquí no hay maestros de nada, como no sea de salud –el sol, el cielo azul, el campo verde, la arena roja, cosas que, sin un fondo de tesoros mentales, pueden conducir a una apoteosis a lo Rueda, ¡tan temible! La soledad del sabio sería el ideal perfecto. Llegaría uno a escribir sin gritos, a escuchar solamente el enorme rumor del gran silencio de oro del día, el hervidero de plata de la noche sin fin. Ninguna ciudad del mundo es “la única”, por lo tanto, todas son malas… o todas son buenas… Desde Sevilla…, sueño con las columnas de Tebas o con las pirámides; desde Atenas soñaría con un Tokio del siglo XVIII; desde Babilonia, con el Londres actual; desde París, con… ¡el Jardín de las Hespérides! Y quizás la impresión de las lecturas sea, en resumen, lo mejor.
Un favor: ¿quiere usted decirme en sus cartas qué libros –las joyas sólo– se publican ahí, que deban ser leídos? Yo veo “Vers et Prose”, “Mercure” [de France] y otras revistas –con sus catálogos–, pero sufro desilusiones. Se trata de lo “fundamental” de cosas como la interpretación de Macbeth de Maurice Maeterlinck, como la Elektra de Hugo von Hofmannstahl, como el Saint Sébastien de D'Annunzio -que he encargado-. ¿Estuvo usted en las representaciones? Me he convencido de que es una tontería apurar todo lo de una tendencia determinada: viene el hastío, el empalago. El libro maestro de cada autor –es difícil, dirá usted, saber cuál es; verdad–; Les Stances o Iphigénie de Moréas –¿de qué murió Moréas?-–, ¿no representan, por ejemplo, lo mejor, lo firme de su espíritu? Mi salud no es buena: la continua taquicardia –que a veces llega a ser paroxística– de mi enfermedad nerviosa debe haber determinado una hipertrofia del ventrículo izquierdo, a lo que puedo juzgar. Lo que piensan de esto los médicos no lo sé, pues, como usted comprende, ellos no dicen la verdad… si la saben. No puedo andar mucho, porque viene la fatiga muscular y la disnea; así es que me paso el día en el jardín o en el cuarto de trabajo, leyendo, soñando, pensando y escribiendo.
No deje de mandarme la revista, escríbame y reciba un fuerte abrazo, de su
Juan R. Jiménez
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