Blogger Template by Blogcrowds

17 julio 2008

Cartas de Rainer María Rilke y Lou Andréas-Salomé

De Rilke a Lou Andréas:


París, 17 rue Campagne-Première
8 de junio de 1914

Querida Lou, heme aquí al término de un largo, ancho y duro período, con el que caduca cierto futuro que no había sido fuerte y religiosamente alimentado, sino torturado hasta el aniquilamiento (algo en lo que, poco más o menos, soy inimitable). Si a veces, durante estos últimos años, había podido disculparme so pretexto de que algunos intentos por asentarme más humana y naturalmente en la vida fracasaron porque las personas concernidas no me habían comprendido, y me hacían sufrir ninterrumpidamente violencias, injusticias y prejuicios, precipitándome así en tan gran desasosiego, resulta ahora que después de meses de sufrimiento me encuentro orientado de muy diferente manera: teniendo que reconocer que, esta vez, nadie puede ayudarme. Y aunque alguien viniera con su alma más inocente, más inmediata, y encontrara su referencia en los mismos astros, aunque me soportara a pesar de mi torpeza y rigidez y conservara su pura e infalible disposición para conmigo; aun cuando el rayo de su amor viniera a estrellarse diez veces en la turbia y densa superficie de mi universo submarino, todavía sería yo capaz (lo sé ahora) de empobrecerlo en el seno de la abundancia de su ayuda renovada sin cesar, de encerrarlo en el irrespirable dominio de una ausencia total de ternura, hasta el punto en que, vuelto inaplicable su auxilio, pasara él mismo de la plenitud a la marchitez, hasta dar en una siniestra decadencia.
Querida Lou, desde hace un mes estoy solo otra vez, y es éste mi primer intento de volver a tomar conciencia -ya ves, así están las cosas.

En resumidas cuentas, he experimentado muchas cosas durante estos acontecimientos; por el momento sigo constatando esto: que una vez más apenas si estaba a la altura de una tarea pura y alegre, en la que la vida, como si nunca hubiera tenido conmigo malas experiencias, volvía a venir hacia mí, misericordiosa. Desde ahora está claro que también ahí he vuelto a fracasar y que, lejos de avanzar, repetiré un año más este curso de dolor; y que cada día encontraré inscritas en la negra pizarra las mismas palabras, cuya triste flexión creí haber aprendido hasta el agotamiento. Lo que tan radicalmente iba a cambiar mi angustia comenzó con muchas, muchas cartas, hermosas y ligeras como brotadas del corazón: que yo sepa nunca he escrito otras parecidas. (Era la época, te acuerdas, de la omisión de la «s»). En dichas cartas (cada vez lo comprendía mejor) ascendía una petulancia irresistible, como si me encontrara ante un nuevo y pleno brote de mi más peculiar esencia, que, liberada desde entonces en una comunicación inagotable, se esparcía por la vertiente más alegre al tiempo que yo, escribiendo día tras día, sentía su feliz corriente y el incomprensible reposo que le parecía preparado del modo más natural en un alma capaz de recogerlo. Mantener pura y transparente esta comunicación y, al mismo tiempo, ni sentir ni pensar nada que se encontrara excluido por ella: eso fue lo que de una sola vez, sin que yo supiera cómo, llegó a ser la medida y la ley de mi actuar, y si jamás hombre alguno interiormente agitado pudo sosegarse, yo mismo lo fui con esas cartas. Esta ocupación diaria y mi relación con ella se me hicieron sagradas de una manera indescriptible, y desde entonces se apoderó de mí una confianza enorme, como si hubiera al fin encontrado una salida a ese penoso estancarme en circunstancias continuamente nefastas.

Hasta qué punto estaba entonces comprometido en cambiar, podía notarlo igualmente en el hecho de que incluso las cosas pasadas, cuando se me ocurría contar algo de ellas, me sorprendían por el modo en que reaparecían; si, por ejemplo, se trataba de épocas de las que a menudo había hablado anteriormente, hacía hincapié en aspectos inadvertidos o apenas conscientes, y cada cual adquiría, por decirlo con la inocencia de un paisaje, una visibilidad pura, una presencia, y me enriquecía, formaba parte de mí mismo, tanto y de tal modo que por primera vez me parecía ser dueño de mi vida, no por una adquisición, por una explotación, por una comprensión interpretativa de cosas caducas, sino por esta misma nueva veracidad que se esparcía también a través de mis recuerdos.

........................................................................


París, 26 de junio de 1914, viernes

Querida Lou, tú sabes y comprendes; y que yo no pueda ni por un segundo ver las cosas a partir de ti misma, tal como las imagino vistas por ti, que no pueda tener la inteligencia del otro... en todo caso, volveré fortificado al seno de mis intrincaciones sin fin, preparadas desde hace mucho tiempo. Sabe Dios qué intervalo separa el poema del «viraje decisivo» del advenimiento de nuevas condiciones, yo sigo estando muy rezagado; sabe Dios si puedo todavía efectuar semejantes cambios, ya que las fuerzas continúan abusando de sí mismas y agotándose en los mayores malentendidos. Por eso me había prometido un número indescriptible de cosas de esta disposición al fin justa y llena de ternura con respecto a una naturaleza humana, ya que por esa misma razón todas las distancias se hubieran modificado: la relativa al mundo volvería a ser = a infinito, la relativa al propio cuerpo = a cero, y en el intervalo todos los números hubieran experimentado una gradación sin malicia. Así, la atención excesiva acercó a mí muchas cosas, haciéndomelas aparecer más grandes que su tamaño natural, y por otra parte, insinuó entre yo y mi cuerpo, al mismo tiempo que lo excitaba, relaciones con —probablemente— el mismo tipo de error que mis relaciones con lo corporal en general. Así, el mal se ha fijado en cada vénula, y se ha arrugado cada músculo. Me viene la idea de que una apropiación espiritual del mundo, desde el momento en que se sirve tan completamente del ojo, lo que era mi caso, se haría de modo menos peligroso en un artista, porque ella se sosegaría más tangiblemente al contacto con los hechos corporales. Yo soy semejante a la pequeña anémona que vi un día en un jardín de Roma, tan ampliamente abierta durante el día que ya no podía cerrarse de noche. Me horrorizaba al verla tan abierta en el obscuro césped, preparada para acoger de nuevo en su cáliz abierto como con rabia —habiendo demasiada noche sobre ella—, una noche que no acababa. Y cerca de ella, sus prudentes hermanas, cada cual encerrada en su pequeña medida de superfluidad. También yo estoy irremediablemente inclinado hacia el exterior, y por ello igualmente distraído por cualquier cosa, al no rechazar nada; mis sentidos se ocupan sin pedirme permiso de todo lo que molesta. Que se produce un rumor... renuncio a mí mismo y paso a ser ese rumor; y como todo lo que es excitable quiere también ser excitado, en el fondo no pido más que ser molestado, y lo soy sin cesar. Huyendo de la claridad, una vida anónima se ha refugiado en mi interior, se ha retirado a un lugar más alejado y allí vive como la gente de una ciudad asediada, entre privaciones y aflicciones. Cuando le parece que han llegado tiempos mejores, se hace notar por algunos fragmentos de las elegías, por algún versículo inicial, y luego debe replegarse otra vez, ya que en el exterior reina la misma inseguridad. Y en el intervalo entre esta ansia ininterrumpida del exterior y esta existencia interior para mí todavía apenas accesible, se encuentran las moradas propiamente dichas del sentimiento sano, vacías, abandonadas, evacuadas, zona inhóspita cuya neutralidad hace igualmente explicable por qué cualquier ayuda procedente de los hombres y de la naturaleza se halla, en mí, destinada a perderse. Hace ya un mes, según las fechas, que he regresado. Lo he pasado de manera dietética y vegetativa, muy ocupado cada noche en dormir: desde las 9 de la noche a las 6 de la mañana, lo que, además, cumplía con asiduidad, recuperando incluso de día algunos suplementos de sueño (emocionado al ver cómo mi naturaleza, por lo menos en lo que respecta al sueño, me ahorró el no poder del que no paro de ofrecerme ejemplos en todos los otros dominios). En resumen, fijado ante cada hoja, ante cualquier libro, como una cabra atada a un poste; y cuando me daba cuenta de mi atadura me enredaba tan desdichadamente que ni siquiera disponía de toda la longitud de la cuerda. En semejante situación desmenuzaba sin placer libros cien veces abandonados, reconociendo apenas las diferentes hierbas; ya que también eso tengo en común con la cabra, el hecho de que no pueda quedar nada tangible de lo que he rumiado; de lo que se sigue que eso mismo sólo puede hacerse cabra, y no hay ahí ningún consuelo para ella una vez que ha empezado a ser un estorbo para sí misma.

¡Qué maravillosa e inagotable subestructura necesitará una vida destinada a encontrar más tarde su actividad en una elevación artística! Es en eso en lo que el joven Goethe no deja de asombrarme cada vez más: la manera en que la «relación» constituye para él de buenas a primeras la medida de lo soportable, pero también de su suerte. No coger nada inutilizable, sino solo lo utilizable en su momento oportuno; desde su primera juventud acumular dentro de sí lo que se puede y lo que se ha podido, los recuerdos más diferenciados y más opuestos; a fin de no caer, sin tener más que un centenar de posibilidades, en la infinita ausencia de todas las otras en que los dioses son capaces de precipitarnos a cada instante.

...............................................................


De Lou Andréas a Rilke:


Göttingen, 11 de junio de 1914

Mi querido viejo Rainer. Sabes, he llorado terriblemente al leer tu carta..., era estúpido, pero cómo puede una impedirlo cuando ve de qué manera trata a veces la vida a los más preciados de sus hijos. Te he acompañado con todos mis pensamientos en la medida en que pueda llamarse a esto «acompañar», cuando una se pregunta cada día dónde puede encontrarse alguien: si elevado hasta los confines de la atmósfera humana, o si hundido en el fondo de un cráter, debatiéndose entre los más violentos fuegos que jamás hayan ardido en el seno de la tierra. Cuando me escribiste a propósito de mis «Cartas», que resultaron tan alegremente locas, me parecía posible que se hubiera abierto, para ti, un período productivo, provocado por alguna experiencia afectiva; y es siempre en ese momento cuando parece cercano un terrible peligro, tanto como una gran victoria. Es entonces fácil para algunas almas sacrificar un nada de productividad que se desprendía de una experiencia intensamente vivida; y, de vez en cuando, creadoras por naturaleza, consiguen hacer lo contrario; pero probablemente, con mucha más frecuencia, ocurre que ambas tendencias se encuentran a mitad de camino y perecen por haberse obstruido mutuamente el paso. Aunque esta vez seas tú, tan absolutamente, el único responsable de esta muerte, que no tengas excusa, ni coartada. Una cosa sin embargo queda fuera de duda: la manera en que resucitas todo esto con tus palabras es exactamente, ¡exactamente!, la antigua, la íntegra potencia que da vida a lo que está muerto, y además: el duelo causado por este hecho es el de un alma cuyo sentimiento más sutil, más interior, en nada podría ser más inocente que en aquello de lo que te acusas a ti mismo. Y no obstante eres tú mismo, como también eres tú quien, en un momento dado, eres incapaz de trabajar, o echas a perder el trabajo. Y, ciertamente, ni sacas ni puedes sacar nada del hecho de que a pesar de todo no eres tú, ya que nadie puede comer hasta hartarse del pan encerrado en un armario, como tampoco alimentarse con la espera de las espigas de trigo de los campos sin segar. Por eso, si me quejo a este respecto, me quejo de muy distinto modo, en cuanto espectadora que al mismo tiempo está muy emocionada con la idea de que el pan y los frutos de los campos existen. Eso es lo que ocurre ahora con lo que yace bajo «el cristal duro y frío de la vitrina»: tú ya no lo posees y el cristal te refleja a ti mismo; sin embargo ahí estaba una prueba de la magnitud de tus cualidades y, al igual que apenas las habías conocido bajo este aspecto —su profundidad, su rica pertenencia a ti—, del mismo modo todavía tienen otras que ofrecerte, que hoy no puedes ni siquiera sospechar, y a las que te impide verlas todavía algo mucho más resistente que el cristal. Pero, para qué tantas palabras: por el momento no sentirás nada más, como no sea que algo ligero o macizo te separa de la vida, y cualquier palabra en contra es estúpida, necia, impotente.

....................................................................

Göttingen, 27 de junio de 1914
sábado por la mañana

Querido Rainer, fue solo hace unos días, una vez enviada mi carta, cuando empecé a vivir con el poema mismo, pues en los primeros momentos su sentido objetivo me subyugó demasiado como para poder hacerlo. Y ahora lo leo, o mejor: no paro de recitármelo a mí misma. Hay en él como un reino recientemente conquistado, todavía no se distinguen bien sus fronteras, se extiende más allá del espacio que se puede recorrer en él; se lo adivina más amplio; se presienten muchos viajes y peregrinaciones por hacer a través de caminos en los que las brumas jamás se disipan. Y solo un poco de fulgor diurno, justo el necesario para avanzar un paso, sería —de un poema al otro— como un modo real nunca practicado de seguir asentándose en un terreno donde (al contrario que en el simple «arte») el esclarecimiento y la acción siguen siendo una y la misma cosa; esto sólo puede ser poema en la medida en que se lo vuelva a conquistar en provecho de la experiencia vivida. En alguna parte, en la profundidad, todo arte vuelve a empezar como en sus más remotos orígenes, tal la fórmula mágica, el conjuro —evocación de la vida bajo su forma humana desde el fondo de sus abismos hasta entonces impenetrables—. En efecto, en aquello en que la oración y la suprema explosión de potencia no eran todavía más que una y la misma cosa. No me canso de reflexionar sobre esto. Luego volví a leer, súbitamente, el poema de Narciso, cuyo texto me escribiste el verano pasado. Y vi entonces en él como la prehistoria de la Muñeca. Ya que, por el efecto que produce este poema, parece que hubiera en él como una singular profundización de la tristeza de Narciso (esa tristeza emanada de la leyenda y del amor rechazado sobre sí mismo) en favor de lo inorgánico, por decirlo así, de lo no-viviente en que se contempla. («Ahora eso yace en el agua indiferente y dispersada... allí donde no hay más que la igualdad de humor de las piedras arrojadas»). Esta parte de él mismo que huye al exterior, no detenida por el «flexible medio», sólo adquiere su pleno efecto en virtud de lo-que-está-muerto, en lo que esta parte fugitiva se detiene, para convertirse así en lo-que-le-hace-frente. Al mismo tiempo, sin embargo, aparece alusivamente en lo-que-huye-al-exterior el por qué es así, el por qué esta experiencia llena de tristeza es talmente ineluctable: el hecho de que él mismo se disuelva también en el sentido creador («en el aire y en el sentimiento de los bosques»), el hecho de que no se enfrente a ninguna hostilidad—, el hecho de que por su parte dé vida a lo que se declaró muerto, a lo exterior, a lo-que-le-hace-frente, llegando a extinguirse su vida más allá de todo esto. Y en tercer lugar aparece, además, cómo esos dos procesos se acrecientan imperceptiblemente en un punto determinado, transformándose así en una tristeza erótica: «Lo que se forma ahí y me es seguramente semejante, y asciende temblando entre signos ahogados en lágrimas, pudiera ser que naciera así en el interior de una mujer, esto permanecía inaccesible». El hecho de enfrentarse a lo inorgánico, el hecho de convenirse en muñeca, expresado al mismo tiempo como el hecho de enfrentarse a nuestro propio cuerpo, que (aunque sea lo orgánico viviente) no deja de ser para nosotros lo exterior y lo externo en el sentido más íntimo, la primera cosa diferenciada con relación a nosotros mismos en tanto que nosotros somos los interiorizados que habitamos en el interior del cuerpo, como la cara del erizo; y sin embargo, lo que concierne precisamente a nuestro cuerpo, nuestros pies, nuestros ojos, nuestras orejas, nuestras manos, es ciertamente lo que se dice ser «nosotros-mismos»; este inquietante, desorientador fenómeno, de ordinario no se disipa completamente más que en el comportamiento amoroso de otro, y es sólo él quien legitima de manera soportable nuestro cuerpo en tanto que «nosotros-mismos». En lugar de eso, las partes integrantes se asocian y disocian de nuevo en el «creador»: por ello lo que viene de él es una realidad nueva en vez de una simple repetición.
Es eso lo que a ti te hace daño; a través de tu mal presiento la felicidad.
Perdóname.

Lou






En Munich, en 1897, Rilke conoció a Lou Andreas-Salomé, discípula de Freud y antigua amante de Friedrich Nietzsche, casada y catorce años mayor que él, con la que sostuvo un apasionado idilio que duraría hasta 1899. Incluso después de su separación, Lou Andreas-Salomé continuó siendo la principal confidente de Rilke hasta la muerte del poeta en 1926. A través de ella, Rilke llegó a conocer el psicoanálisis.

Fuente: Rainer María Rilke/Lou Andrés-Salomé: Briefwechsel. Max Niehans Verlag Zurich u. Insel Verlag Wiesbaden 1952. Establecida y publicada por Ernst Pfeiffer).

1 comentarios:

Anónimo dijo...

Oh, qué delicia