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25 septiembre 2008

Carta de Rosalía de Castro a Manuel Murguía

Santiago, 16 de diciembre de 1861

Mi querido Manolo: Hemos llegado a ésta ayer domingo, a las ocho de la noche, sin novedad particular, aunque llenas de aburrimiento y de cansancio. Después de venir la mayor parte del camino como en una prensa, se ha roto el eje de una rueda, por lo cual hemos tenido que venir desde antes de Lugo a paso de galera. Llegamos a La Coruña a las doce de la noche, aburridas y disgustadas, porque desde cerca de Betanzos hasta llegar a La Coruña, la niña vino con un cólico, que le pasó porque Dios lo quiso, pues con nada pudimos acudirle: pero como es tan fuerte, sanó sin remedio alguno. Mamá, el primero y segundo día, se mareó espantosamente, y yo me indispuse del estómago, de comer la comida fría, en tal disposición, que en lo restante del camino no hemos comido otra cosa que un té en Sanchidrián, una taza de caldo más allá de Valladolid, un chocolate en León, otro en Astorga y un café en Lugo. Así llegamos a La Coruña, donde no quisimos cenar nada, tomamos al otro día otro café antes de almorzar, a pesar de lo cual nos llevaron en la dichosa Coruña, por dormir y el café, 24 reales...

Ahora vamos a otra cosa. En Santiago hace un frío espantoso y apareció a mis ojos tal cual lo he descrito en Mauro. Jamás he visto tanta soledad, tanta tristeza, un cielo más pálido. En cambio, La Coruña estaba hermosísima. Una temperatura de primavera y un sol brillante. Estaba por quedarme ya en ella. Si aquí me fuese mal, allá me iba, pues ya tenía un sitio muy bueno, y bien amueblado, donde por tres duros al mes me ponían servicio, habitación y planchado. Lo demás está tan caro en Santiago como en La Coruña. Por ahora me encuentro aquí en extremo descontenta. Santiago no es ciudad; es un sepulcro. No vayas a creer, sin embargo, que ya tengo melancolía, que voy a enfermar. Nada de eso. Sólo tengo una pequeña indisposición al vientre efecto del viaje. Por lo demás, estoy bien. Mamá y la niña también están buenas, gracias a Dios. He llegado aquí con cinco duros; pero ya no tengo más de tres, y no creas que he gastado un solo maravedí en nada, pues lo he pasado hoy con una economía que pienso no sea mañana tan excesiva, pues casi no he comido. El dinero se ha ido en pagar a los que trajeron el equipaje, en comprar varias cosas, porque no había nada en casa, y aún tengo para mañana, además de los tres duros, dos pesetas, y leña, y pan, y carne y algunas otras pequeñeces. Creo que no puedes...

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... nos hallamos demasiado lejos. Paciencia. Ninguna contestación tuve de Joaquina, y no quiero mandarle más a la niña, a no ser que tú me mandes otra cosa. Que se lo coman y se lo guisen todo.

Nada sabía que Compañel estuviese enfermo. Cierto es que no tenía por quién. Apresúrate, sin embargo, a hacer cuentas; bueno será. Si yo fuese hombre, saldría en este momento y me dirigiría a un monte, pues el día está soberbio; tengo, sin embargo, que resignarme a permanecer encerrada en mi gran salón. Sea. Adiós; recibe todo mi corazón y perdóname cuanto te hago sufrir; tú eres el que tienes que perdonarme a mí y no yo a ti.

He leído ayer un cuento de Poe, precioso aunque sencillo. Allí comprenderás que era poeta. Otro que he leído de él, de un género opuesto, se parece al modo de escribir de Larra. Las damas verdes de Jorge Sand tienen muchísima semejanza en cierto estilo con mi joven azul. ¿Qué te parece? Van a decir que he querido imitarla.

Cien besos y adiós. Voy a pasearme un poco por tu cuarto, pues tengo los pies helados. Tuya,

Rosa

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Mi querido Manolo: No debía escribirte hoy, pues tú, que me dices lo haga yo todos los días, escaseas las tuyas cuanto puedes, pues casualmente los dos días peores que he tenido, hasta me aconteció la fatalidad de no recibir carta tuya. Ya me vas acostumbrando, y como todo depende de la costumbre, ya no me hace tanto efecto; sin embargo, estos días en que me encuentro enferma, como estoy más susceptible, lo siento más. Te perdono, sin embargo, aunque sé que no tendrías hoy otro motivo para no escribirme que el de algún paseíto con Indalecio, u otra cosa parecida. Pero no reñiremos por esto, cuando tan desdichados somos ya. Yo prosigo con mucha tos, mucha más que antes, aunque me cesaron los escalofríos. Sin embargo, se me figura que este golpe ha sido demasiado fuerte y que si llego a sanar, que no lo sé, me han de quedar restos y reliquias. Ya sabes que no soy aprensiva y que cuando estoy buena no me acuerdo de que he estado enferma, pero te aseguro que éste ha sido un golpe de lanza soberano y que no sé cómo quedaré. Te confieso que lo mismo me da, y que si en realidad llegase a ponerme tísica, lo único que querría es acabar pronto, porque moriría medio desesperada al verme envuelta en gargajos, y cuanto más durase el negocio, peor. ¿Quién demonio habrá hecho de la tisis una enfermedad poética? La enfermedad más sublime de cuantas han existido (después de hallarse uno a bien con Dios) es una apoplejía fulminante, o un rayo, que hasta impide, si ha herido como buen rayo, que los gusanos se ceben en el cuerpo convertido en verdadera ceniza. Pero dejemos de hablar de esto, puesto que, según todas las trazas, sea hoy, sea mañana, más tarde o más temprano, pienso que tendré que morir despacio y a modito, y sin duda será un bien, porque en realidad me hallo cada vez menos resignada, y por lo mismo menos a bien con Dios; y de este modo, muriendo de repente me iría muy mal.

Pero reflexionando en lo que te escribo veo que soy una loca, y tienes mucho que perdonarme. Tú ya sabes que cuanto estoy enferma me pongo de un humor del diablo, todo lo veo negro, y, añadiendo a esto que no te veo y nuestras circunstancias malditas, cien veces, con una bilis como la mía, precisamente cuando va dirigida a la persona que más se quiere en el mundo, y a la única a quien se le pueden decir estas cosas. Perdóname, pues, y sobre todo no me hagas caso. Muchas veces he creído que iba a morirme y aún estoy viva, y probablemente esta vez, si Dios quiere, sucederá lo mismo.

Sigo tomando la leche de burra, pues el buen médico no me dijo ni oste ni moste, ni me dio más remedio; hoy compré otra botella de cerveza, y le regalaré a esos ladrones con título 28 cuartos. Gallinas no quiero comprar más; lo mismo me he de morir de un modo que de otro. Hoy cuando quise mandarte los libros ya era tarde, pero mañana irán sin falta trece tomos y La guerra de los dioses, que bien harías en quemarla, más bien que en darla a nadie, pues esas obscenidades ensucian en donde están. Veremos si mañana soy más feliz que hoy. Se me olvidaba. Tu tía Teresa está ahí, pues al pasar por allí la niña la vio, pues la llamó ella y le dijo que me diese un recadito, y que no venía por aquí porque estaba sola la tía Pepa. Yo no salgo, pero aunque así no fuera, no iría a verla. Respecto a lo que me dices de comprar sillas para tu cuarto, etcétera, nada haré...



Rosalía de Castro fue una poeta gallega cuya obra, supuso junto con la de Bécquer, el inicio de la poesía española moderna. Todavía es ampliamente leída y sigue mereciendo constante atención crítica. En Madrid, ciudad donde se trasladó por razones familiares, conoce a Manuel Murguía, con el que se casó dos años más tarde y quien la puso en contacto con Bécquer y su círculo.

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