Salud:
Si el odio implacable de vuestras legiones contra el pueblo romano y contra mí no me hubiera impedido ir al Senado y hablar en él de lo que concierne a la república, hubiera yo cumplido ese deber, más por deber que por gusto. De todos los remedios que pueden aplicarse a una herida, siempre son más eficaces los que más duelen. Pero cuando las cohortes sitian el Senado; cuando no se puede deliberar en él sino a la vista de las armas y bajo la influencia del terror; cuando sobre el Capitolio ondean vuestros estandartes, inundan la ciudad vuestros soldados y habéis hecho del Campo de Marte un campamento; cuando toda Italia se halla a merced de esas legiones que se alistaron para defender la libertad y vienen hoy, en compañía de tropas extranjeras, a imponer la servidumbre, yo os abandono el Foro, el Senado, los sagrados templos de los dioses. Las circunstancias me obligan, hoy que nuestra libertad apenas reconquistada se ve aniquilada nuevamente; hoy que al Senado no se le consulta para ninguna cosa, que ha de consentirlo todo, que todo puede temerlo a ausentarme del Senado y aun de Roma. Puesto que así lo exigen las circunstancias, dentro de pocas horas habré salido de la ciudad: yo que la salvé para que fuese libre, no me presto a verla esclava. Puede ser que muy pronto deje también la vida, pues si la soporto con todas sus amarguras, es por la esperanza de inmortalizarla haciéndola servir al Estado y a su salvación. Perdida esta esperanza, yo sabré morir haciendo ver que es la fortuna lo que me ha faltado, y no el valor.
Sabed por esta carta, a la vez señal de un dolor presente y de una injuria pasada, que haré lejos de Roma lo que en Roma no se me permite. Si no puedo ser útil al Estado, a lo menos demostraré mi adhesión a las libertades públicas. Tomo por testigos a los dioses inmortales, si no es invocarlos temerariamente cuando, sordos a nuestras súplicas, parece que nos dejan de su mano; tomo por testigo a la fortuna del pueblo romano, esa fortuna que si hoy se muestra adversa, antes nos fue favorable y espero que volverá a serlo: estoy dispuesto a morir. ¿Quién es el hombre tan desprovisto de humanidad, quién es el mortal bastante enemigo de la gloria y la salud de Roma, que no se sienta malherido por nuestros desastres o no gima por ellos? ¿Y quién es el que, si no encuentra remedio a las desgracias públicas, no quiere sustraerse por la muerte a los sinsabores de la vida? Porque si enumeramos todas las calamidades públicas, todos los males que han caído sobre este pueblo, y comparamos unos con otros esos males desde el primero hasta el último, ¿qué día podremos señalar que sea menos desastroso que la víspera?, ¿qué hora no ha sido para los Romanos más calamitosa que la precedente? Marco Antonio, ese hombre tan ambicioso (¡lástima que su cordura no sea tanta como su ambición!), cuando con un rasgo más valiente que oportuno puso fin al despotismo de César, aspiraba a un poder más extenso de lo que consiente un pueblo libre: dilapidaba los fondos del Estado, agotaba el tesoro, disminuía las rentas, prodigaba el derecho de ciudadanía, se apoyaba en los actos del tirano para sucederle, imponía leyes, abolía la dictadura por medio de un plebiscito para hacerse él mismo dictador; reinaba en absoluto con el título de cónsul, quería para sí mismo todas las provincias, pareciéndole poco para él, demasiado poco, el gobierno de Macedonia que para César vencedor había sido bastante.
¿Qué podíamos esperar, qué cabía prometerse de semejante hombre? ... Vos fuisteis, a lo menos en los primeros instantes, el más saludable vengador de nuestra libertad (¡ojalá no nos hubieran engañado nuestra confianza y vuestros juramentos!) vos reunisteis los veteranos e hicisteis venir a Roma dos legiones armadas para su ruina; y vos, con república postrada ya y próxima a sucumbir. ¿Las recompensas no se anticiparon a vuestras peticiones?, ¿acaso no excedieron a lo que esperabais?, ¿hubo alguna que no se os concediera? El Senado os otorgó la autoridad más amplia; os la otorgó para que la usarais en su defensa, no para vuestro poder y su descrédito. Os proclamó emperador; pero lo hizo para premiar vuestra victoria sobre los rebeldes y no para que os diera ese título un ejército vencido y puesto en fuga. Decretó que se os erigiera una estatua en el Foro, que se os diera asiento en el Senado, que ejercierais el poder soberano antes del tiempo requerido. Si a tantos honores hubiera podido añadir alguno más, lo hubiera hecho. ¿Todavía quisierais más? Si para colmaros de favores no se ha tenido en cuenta ni la costumbre, ni vuestra edad, ni siquiera vuestra condición de simple mortal, bien demostrada en la ingratitud y en el olvido, ¿por qué hoy os volvéis contra el Senado? ¿De dónde venís?, ¿de qué enemigos ejércitos habéis triunfado? ¿Contra quién volvéis esas armas que os dimos para otra cosa? Esas legiones, ¿de qué país las traéis, contra cuál país vais a llevarlas? ¿Por qué dejáis en paz al enemigo? ¿Es que buscáis al enemigo entre los ciudadanos? ¿Por qué, aun después de prevenido, alejasteis vuestro campo del de los rebeldes? ¿Por qué acercarlo a Roma? ¡Qué insensato he sido siempre! Objeto yo de una estimación inmerecida, ¡cómo le has engañado respecto a mí, pueblo romano! ¡Oh vejez miserable y desastrosa! ¡oh ceguedad, oh locura! ¡Qué vergüenza para mis cabellos blancos! Sí, yo soy quien impulsó al Senado al parricidio; soy yo quien ha engañado a la república, por mí los Senadores han destrozado con sus propias manos el Senado y sus derechos; es mía la culpa. Ya que fui yo quien os denominaba hijo mimado de Juno, promesa de otra edad de oro para nuestra patria. Vuestros destinos le anunciaban en vos un nuevo Páris, que habría de devastar a Roma por el fuego, a Italia por el hierro, que establecería sus cuarteles en los templos de los dioses y convertiría su campamento en Senado. ¡Triste suerte la de la República! ¡Rápido, imprevisto, desastroso cambio! ¡Trastorno inesperado y funesto! ¿Se encontrará jamás un genio bastante poderoso para escribir la historia de nuestras desventuras sin que parezca mentira la verdad? ¿Se encontrará algún día un lector bastante crédulo que pueda leer la historia verdadera sin considerarla fabulosa? Recordad, en efecto, las cosas que han sucedido. Antonio había sido declarado enemigo público; tenía sitiado a un cónsul electo, al padre de la patria; entonces fuisteis a libertar al cónsul y a aniquilar al enemigo: os debió el enemigo su vencimiento, el cónsul su liberación. Pero no tardasteis en llamar al enemigo vencido para que tuviese parte en los despojos del pueblo romano, en el reparto de la república muerta. Y el cónsul designado, elegido por segunda vez, no tuvo por baluartes los de Roma, sino ríos y montañas.
¿Quién intentará exponer sucesos tales? ¿Quién se atreverá a creerlos? ¡Ah! que se nos dispense una primera falta, que el confesar nuestro error nos sirva de disculpa.
Sí, diré toda la verdad. ¡Ojalá no hubiéramos expulsado a Antonio, si había de ser para cambiar de tirano! Cierto que la servidumbre nunca es apetecible, pero la dignidad del señor hace menos humillante la condición del siervo; entre dos males, debe elegirse el menor, el más llevadero, el menos degradante. Antonio, a lo menos, solicitaba lo que pretendía; vos arrancáis por la fuerza lo que deseáis. El Cónsul, pedía una provincia; vos, sin ser cónsul, la tomáis. Constituía jueces y dictaba leyes para salvar a culpables; vos, para perder a inocentes. Él ponía el Capitolio al abrigo del puñal y la tea de los esclavos; por vuestra parte en todos lados entráis a sangre y fuego. Si aquel reinaba, dando gobiernos a los Casio, a los Bruto, a los conservadores del nombre romano, ¿qué hará el que se contenta con arrancarles la vida? Si aquel era un tirano, por expulsar de Roma a un ciudadano cualquiera, ¿qué será el que a los desterrados no les deja ni un asilo? Si la tumba no ha hecho completamente insensibles los restos de nuestros antepasados; si el fuego que consumió sus cuerpos no les ha quitado toda especie de sentimiento, pedirán noticias del pueblo romano al primero de nosotros que llegue a la eterna mansión: ¿y qué les responderá? ¿Qué pensarán de sus descendientes aquellos antiguos héroes, los dos Africanos, los Máximo, los Paulo, los Escipión? Aquella patria que ellos adornaron con los trofeos de sus victorias, ¿se les va a decir que está en poder de un niño de diez y siete años, cuyo padre y cuyo abuelo, vivían el uno del oficio de argentario y el otro del de adstipulador? ¿Se les dirá que aquel niño maneja a su capricho la república, sin más regla que su rapacidad, sin recomendarse por ningún titulo, sin haber agregado al imperio ninguna provincia por medio de las armas, sin contar siquiera con algún abuelo ilustre? ¿Cómo decirles que ese adolescente debe su poder y su fortuna y su celebridad, no a mérito alguno, sino a su belleza vergonzosamente prostituída? ¡Creerá Mario que obedecemos a un tiránico impúdico, él, que no permitía ni al último soldado el olvido del pudor? ¿Creerá Bruto, él, que nos libró de los reyes, que este pueblo paga con su libertad la infamia de su opresor?
Si no se enteran por otros de estos atentados, bien pronto iré yo mismo a hacérselos saber; porque si viviendo no puedo evitar el espectáculo de tantos crímenes, podré, muriendo, no tener que presenciarlo.
Ciceron (106 a.C.-43 a.C.) fue un jurista, político, filósofo, escritor y orador romano. Estableció amistad con Octavio Augusto (primer emperador romano), y le ayudó en su lucha contra Marco Antonio. Esta carta ha sido tomada de las Obras Escogidas de Cicerón, versión castellana de Nicolás Estévanez. En una parte, Cicerón escribe las razones de su conducta, y en otra se inculpa de los eventos por haber ayudado a que Octavio se convirtiera en emperador.
Si el odio implacable de vuestras legiones contra el pueblo romano y contra mí no me hubiera impedido ir al Senado y hablar en él de lo que concierne a la república, hubiera yo cumplido ese deber, más por deber que por gusto. De todos los remedios que pueden aplicarse a una herida, siempre son más eficaces los que más duelen. Pero cuando las cohortes sitian el Senado; cuando no se puede deliberar en él sino a la vista de las armas y bajo la influencia del terror; cuando sobre el Capitolio ondean vuestros estandartes, inundan la ciudad vuestros soldados y habéis hecho del Campo de Marte un campamento; cuando toda Italia se halla a merced de esas legiones que se alistaron para defender la libertad y vienen hoy, en compañía de tropas extranjeras, a imponer la servidumbre, yo os abandono el Foro, el Senado, los sagrados templos de los dioses. Las circunstancias me obligan, hoy que nuestra libertad apenas reconquistada se ve aniquilada nuevamente; hoy que al Senado no se le consulta para ninguna cosa, que ha de consentirlo todo, que todo puede temerlo a ausentarme del Senado y aun de Roma. Puesto que así lo exigen las circunstancias, dentro de pocas horas habré salido de la ciudad: yo que la salvé para que fuese libre, no me presto a verla esclava. Puede ser que muy pronto deje también la vida, pues si la soporto con todas sus amarguras, es por la esperanza de inmortalizarla haciéndola servir al Estado y a su salvación. Perdida esta esperanza, yo sabré morir haciendo ver que es la fortuna lo que me ha faltado, y no el valor.
Sabed por esta carta, a la vez señal de un dolor presente y de una injuria pasada, que haré lejos de Roma lo que en Roma no se me permite. Si no puedo ser útil al Estado, a lo menos demostraré mi adhesión a las libertades públicas. Tomo por testigos a los dioses inmortales, si no es invocarlos temerariamente cuando, sordos a nuestras súplicas, parece que nos dejan de su mano; tomo por testigo a la fortuna del pueblo romano, esa fortuna que si hoy se muestra adversa, antes nos fue favorable y espero que volverá a serlo: estoy dispuesto a morir. ¿Quién es el hombre tan desprovisto de humanidad, quién es el mortal bastante enemigo de la gloria y la salud de Roma, que no se sienta malherido por nuestros desastres o no gima por ellos? ¿Y quién es el que, si no encuentra remedio a las desgracias públicas, no quiere sustraerse por la muerte a los sinsabores de la vida? Porque si enumeramos todas las calamidades públicas, todos los males que han caído sobre este pueblo, y comparamos unos con otros esos males desde el primero hasta el último, ¿qué día podremos señalar que sea menos desastroso que la víspera?, ¿qué hora no ha sido para los Romanos más calamitosa que la precedente? Marco Antonio, ese hombre tan ambicioso (¡lástima que su cordura no sea tanta como su ambición!), cuando con un rasgo más valiente que oportuno puso fin al despotismo de César, aspiraba a un poder más extenso de lo que consiente un pueblo libre: dilapidaba los fondos del Estado, agotaba el tesoro, disminuía las rentas, prodigaba el derecho de ciudadanía, se apoyaba en los actos del tirano para sucederle, imponía leyes, abolía la dictadura por medio de un plebiscito para hacerse él mismo dictador; reinaba en absoluto con el título de cónsul, quería para sí mismo todas las provincias, pareciéndole poco para él, demasiado poco, el gobierno de Macedonia que para César vencedor había sido bastante.
¿Qué podíamos esperar, qué cabía prometerse de semejante hombre? ... Vos fuisteis, a lo menos en los primeros instantes, el más saludable vengador de nuestra libertad (¡ojalá no nos hubieran engañado nuestra confianza y vuestros juramentos!) vos reunisteis los veteranos e hicisteis venir a Roma dos legiones armadas para su ruina; y vos, con república postrada ya y próxima a sucumbir. ¿Las recompensas no se anticiparon a vuestras peticiones?, ¿acaso no excedieron a lo que esperabais?, ¿hubo alguna que no se os concediera? El Senado os otorgó la autoridad más amplia; os la otorgó para que la usarais en su defensa, no para vuestro poder y su descrédito. Os proclamó emperador; pero lo hizo para premiar vuestra victoria sobre los rebeldes y no para que os diera ese título un ejército vencido y puesto en fuga. Decretó que se os erigiera una estatua en el Foro, que se os diera asiento en el Senado, que ejercierais el poder soberano antes del tiempo requerido. Si a tantos honores hubiera podido añadir alguno más, lo hubiera hecho. ¿Todavía quisierais más? Si para colmaros de favores no se ha tenido en cuenta ni la costumbre, ni vuestra edad, ni siquiera vuestra condición de simple mortal, bien demostrada en la ingratitud y en el olvido, ¿por qué hoy os volvéis contra el Senado? ¿De dónde venís?, ¿de qué enemigos ejércitos habéis triunfado? ¿Contra quién volvéis esas armas que os dimos para otra cosa? Esas legiones, ¿de qué país las traéis, contra cuál país vais a llevarlas? ¿Por qué dejáis en paz al enemigo? ¿Es que buscáis al enemigo entre los ciudadanos? ¿Por qué, aun después de prevenido, alejasteis vuestro campo del de los rebeldes? ¿Por qué acercarlo a Roma? ¡Qué insensato he sido siempre! Objeto yo de una estimación inmerecida, ¡cómo le has engañado respecto a mí, pueblo romano! ¡Oh vejez miserable y desastrosa! ¡oh ceguedad, oh locura! ¡Qué vergüenza para mis cabellos blancos! Sí, yo soy quien impulsó al Senado al parricidio; soy yo quien ha engañado a la república, por mí los Senadores han destrozado con sus propias manos el Senado y sus derechos; es mía la culpa. Ya que fui yo quien os denominaba hijo mimado de Juno, promesa de otra edad de oro para nuestra patria. Vuestros destinos le anunciaban en vos un nuevo Páris, que habría de devastar a Roma por el fuego, a Italia por el hierro, que establecería sus cuarteles en los templos de los dioses y convertiría su campamento en Senado. ¡Triste suerte la de la República! ¡Rápido, imprevisto, desastroso cambio! ¡Trastorno inesperado y funesto! ¿Se encontrará jamás un genio bastante poderoso para escribir la historia de nuestras desventuras sin que parezca mentira la verdad? ¿Se encontrará algún día un lector bastante crédulo que pueda leer la historia verdadera sin considerarla fabulosa? Recordad, en efecto, las cosas que han sucedido. Antonio había sido declarado enemigo público; tenía sitiado a un cónsul electo, al padre de la patria; entonces fuisteis a libertar al cónsul y a aniquilar al enemigo: os debió el enemigo su vencimiento, el cónsul su liberación. Pero no tardasteis en llamar al enemigo vencido para que tuviese parte en los despojos del pueblo romano, en el reparto de la república muerta. Y el cónsul designado, elegido por segunda vez, no tuvo por baluartes los de Roma, sino ríos y montañas.
¿Quién intentará exponer sucesos tales? ¿Quién se atreverá a creerlos? ¡Ah! que se nos dispense una primera falta, que el confesar nuestro error nos sirva de disculpa.
Sí, diré toda la verdad. ¡Ojalá no hubiéramos expulsado a Antonio, si había de ser para cambiar de tirano! Cierto que la servidumbre nunca es apetecible, pero la dignidad del señor hace menos humillante la condición del siervo; entre dos males, debe elegirse el menor, el más llevadero, el menos degradante. Antonio, a lo menos, solicitaba lo que pretendía; vos arrancáis por la fuerza lo que deseáis. El Cónsul, pedía una provincia; vos, sin ser cónsul, la tomáis. Constituía jueces y dictaba leyes para salvar a culpables; vos, para perder a inocentes. Él ponía el Capitolio al abrigo del puñal y la tea de los esclavos; por vuestra parte en todos lados entráis a sangre y fuego. Si aquel reinaba, dando gobiernos a los Casio, a los Bruto, a los conservadores del nombre romano, ¿qué hará el que se contenta con arrancarles la vida? Si aquel era un tirano, por expulsar de Roma a un ciudadano cualquiera, ¿qué será el que a los desterrados no les deja ni un asilo? Si la tumba no ha hecho completamente insensibles los restos de nuestros antepasados; si el fuego que consumió sus cuerpos no les ha quitado toda especie de sentimiento, pedirán noticias del pueblo romano al primero de nosotros que llegue a la eterna mansión: ¿y qué les responderá? ¿Qué pensarán de sus descendientes aquellos antiguos héroes, los dos Africanos, los Máximo, los Paulo, los Escipión? Aquella patria que ellos adornaron con los trofeos de sus victorias, ¿se les va a decir que está en poder de un niño de diez y siete años, cuyo padre y cuyo abuelo, vivían el uno del oficio de argentario y el otro del de adstipulador? ¿Se les dirá que aquel niño maneja a su capricho la república, sin más regla que su rapacidad, sin recomendarse por ningún titulo, sin haber agregado al imperio ninguna provincia por medio de las armas, sin contar siquiera con algún abuelo ilustre? ¿Cómo decirles que ese adolescente debe su poder y su fortuna y su celebridad, no a mérito alguno, sino a su belleza vergonzosamente prostituída? ¡Creerá Mario que obedecemos a un tiránico impúdico, él, que no permitía ni al último soldado el olvido del pudor? ¿Creerá Bruto, él, que nos libró de los reyes, que este pueblo paga con su libertad la infamia de su opresor?
Si no se enteran por otros de estos atentados, bien pronto iré yo mismo a hacérselos saber; porque si viviendo no puedo evitar el espectáculo de tantos crímenes, podré, muriendo, no tener que presenciarlo.
Ciceron (106 a.C.-43 a.C.) fue un jurista, político, filósofo, escritor y orador romano. Estableció amistad con Octavio Augusto (primer emperador romano), y le ayudó en su lucha contra Marco Antonio. Esta carta ha sido tomada de las Obras Escogidas de Cicerón, versión castellana de Nicolás Estévanez. En una parte, Cicerón escribe las razones de su conducta, y en otra se inculpa de los eventos por haber ayudado a que Octavio se convirtiera en emperador.
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