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08 enero 2009

Cartas de Gustave Flaubert a Louise Colet

Cartas enviadas por Felipe Garza. Muchas gracias por tu colaboración.



Martes, medianoche [4 de agosto de 1846].

Hace doce horas aún estábamos juntos; ayer, a estas horas, te tenía en mis brazos... ¿Recuerdas?... ¡Qué lejos queda ya! Ahora la noche es cálida y suave; oigo cómo se estremece al viento el gran tulipero, bajo mi ventana, y cuando alzo la cabeza, veo cómo se mira la luna en el río. Ahí están, mientras te escribo, tus zapatillitas; las tengo ante los ojos, y las miro. Acabo de guardar, a solas y bien encerrado, todo cuanto me regalaste; tus dos cartas están en la bolsita bordada; las releeré cuando haya lacrado la mía. Para escribirte no he querido usar mi papel de cartas; está orlado de negro; ninguna tristeza debe ir de mí hacia ti. Quisiera hablarte solamente de dicha, y rodearte de una felicidad tranquila y continua, para pagarte un poco todo lo que me has dado a manos llenas, con la generosidad de tu amor. Temo ser frío, seco, egoísta, y Dios sabe bien, sin embargo, lo que sucede en este momento dentro de mí. ¡Qué recuerdo! ¡Y qué deseo! ¡ Ah, nuestros dos estupendos paseos en calesa! ¡Qué hermosos, sobre todo el segundo, con sus relámpagos! Recuerdo el color de los árboles iluminados por los faroles, y el balanceo de los muelles; estábamos solos, y éramos felices. Yo contemplaba tu cabeza en la noche; la veía, a pesar de las tinieblas; tus ojos te iluminaban todo el rostro. Me parece que escribo mal; vas a leer esto con frialdad; no digo nada de lo que quiero decir. Y es que mis frases chocan como suspiros; para entenderlas, hay que colmar lo que separa una de otra; lo harás, ¿verdad? ¿Soñarás con cada letra, con cada signo de la escritura, como yo al mirar tus zapatillitas pardas? Pienso en los movimientos de tu pie cuando las llenaba y las calentaba. El pañuelo está dentro, veo tu sangre y quisiera que estuviera rojo de ella.

Mi madre me aguardaba en la estación; lloró al verme regresar. Tú lloraste al verme partir. ¡Así pues, nuestra desdicha es tal, que no podemos desplazarnos de un lugar sin que cueste lágrimas a ambos lados! Es de un grotesco sombrío. He reencontrado aquí el césped verde, los árboles altos y el agua corriendo como cuando partí. Mis libros están abiertos en el mismo sitio; nada ha cambiado. La naturaleza exterior nos avergüenza: es de una serenidad desoladora para nuestro orgullo. Es igual, no pensemos ni en el porvenir, ni en nosotros, ni en nada. Pensar es la manera de sufrir. Dejémonos llevar por el viento de nuestro corazón, mientras hinche la vela; que nos empuje como guste, y en cuanto a los escollos... ¡qué más da! Ya veremos.
Y el bueno de X... [Pradier], ¿qué ha dicho del envío? Nos reímos con ganas ayer noche. Fue algo tierno para nosotros, alegre para él y bueno para los tres. Mientras venía he leído un libro casi entero. Me conmovieron diferentes pasajes. Te hablaré de ello más largo y tendido. Ya ves que no estoy bastante concentrado, esta noche me falta del todo el sentido crítico.

Sólo he querido enviarte un beso más antes de dormirme, decirte que te quería. Apenas te he dejado, y a medida que me alejaba, mi pensamiento regresaba hacia ti. Corría más aprisa que el humo de la locomotora que huía tras de nosotros (es una comparación con muchos humos, perdón por el chiste). Vamos, un beso, rápido, ya sabes cómo, de los que dice Ariosto, y otro más, ¡más!, más, y también, después, bajo la barbilla, en ese sitio que me gusta de tu piel, tan suave, en tu pecho, donde apoyo mi corazón.
Adiós, adiós.

Todas las ternuras que quieras.

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Jueves, once de la noche [6 de agosto de 1846].

Estoy roto, aturdido, como después de una orgía prolongada; me aburro mortalmente. Tengo en el corazón un vacío inaudito. Yo que era antes tan tranquilo, tan orgulloso de mi serenidad, que trabajaba de la mañana a la noche con un rigor persistente, no puedo leer, ni pensar, ni escribir; tu amor me ha vuelto triste. Veo que sufres, preveo que te haré sufrir. Quisiera no haberte conocido nunca, por ti, luego por mí, y sin embargo tu recuerdo me atrae sin descanso. Encuentro en él una exquisita dulzura.¡Ay, qué preferible habría sido limitarnos a nuestro primer paseo! ¡Ya sospechaba yo todo esto! Cuando, al día siguiente, no volví a casa de Fidias [Pradier], es porque ya me sentía resbalar por la pendiente. Quise detenerme; ¿qué es lo que me empujó a esto? ¡Tanto peor! ¡Tanto mejor! El cielo no me ha dado una constitución graciosa. Nadie posee en mayor grado que yo el sentimiento de la miseria de la vida. No creo en nada, ni siquiera en mí mismo, cosa que es infrecuente. Me dedico al arte porque me divierte, pero no tengo fe alguna en la belleza, ni en lo demás. Así que el punto de tu carta, pobre amiga mía, en que me hablas de patriotismo, me habría hecho reír con ganas si me hubiera encontrado en estado de ánimo más alegre. Vas a creer que soy duro. Querría serlo. Todos los que se acercan a mí se beneficiarían de ello, y yo también, que tengo el corazón comido, como lo está en otoño la hierba de los prados, por todas las ovejas que han pasado por encima. No quisiste creerme cuando te dije que era viejo. Desgraciadamente es así, pues todo sentimiento que llega a mi alma se avinagra en ella, como el vino que se pone en recipientes demasiado usados. Si supieras todas las fuerzas internas que me han agotado, todas las locuras que han pasado por mi cabeza, todo lo que he probado y experimentado en cuanto a sentimientos y pasiones, verías que no soy tan joven. Tú eres la criatura, tú eres fresca y nueva, tú, cuyo candor me sonroja. Me humillas con la grandeza de tu amor. Merecías algo mejor que yo. ¡Que me parta un rayo, que caigan sobre mí todas las maldiciones posibles, si alguna vez lo olvido! ¿Despreciarte, dices, porque te has entregado a mí demasiado pronto? ¿Has sido capaz de pensarlo? ¡Nunca, nunca, hagas lo que hagas, ocurra lo que ocurra! Me entrego a ti de por vida, a ti, a tu hija, a los que desees. Es una promesa; retenla y haz uso de ella. La hago porque puedo cumplirla.
Sí, te deseo y pienso en ti. Te quiero más de lo que te quería en París. Ya no puedo hacer nada; te veo continuamente en el taller, de pie cerca de tu busto, con los papillotes moviéndose sobre tus hombros blancos, tu vestido azul, tu brazo, tu rostro, ¿qué sé yo?, todo. ¡Mira! ahora me circula la fuerza por la sangre. Me parece que estás aquí; ardo, vibran mis nervios... ya sabes cómo... sabes qué calor tienen mis besos.

Desde que nos dijimos que nos queríamos, te preguntas el motivo de mi reserva en añadir «para siempre». ¿Por qué? Es que yo adivino el porvenir; es que la antítesis se alza constantemente ante mis ojos. Jamás he visto un niño sin pensar que se convertiría en un anciano, ni una cuna sin imaginar una sepultura. Contemplar una mujer desnuda me hace imaginar su esqueleto. Por eso me entristecen los espectáculos alegres, y las escenas tristes me conmueven poco. Lloro demasiado por dentro como para derramar lágrimas al exterior; una lectura me emociona más que una desdicha auténtica. Cuando tenía familia, a menudo deseé no tenerla, para ser más libre, para irme a vivir a China o entre los salvajes. Ahora que ya carezco de ella, la echo en falta y me aferro a las paredes en que aún permanece su sombra. Otros estarían orgullosos del amor que me prodigas, su vanidad bebería en él a sus anchas, y su egoísmo masculino se vería halagado hasta sus más íntimos repliegues. Pero a mí, una vez han pasado los momentos ardientes, el corazón me desfallece de tristeza, pues me digo: me quiere; y yo, que también la quiero, no la quiero lo bastante. ¡Si ella no me hubiera conocido, le habría ahorrado todas las lágrimas que está derramando! Perdóname esto, perdónamelo en nombre de toda la embriaguez que me has hecho experimentar. Pero presiento una desdicha enorme para ti. Temo que mis cartas sean descubiertas, que se sepa todo. Estoy enfermo por ti.
Crees que me amarás siempre, criatura. ¡Siempre! ¡Qué presunción, en labios humanos! Has amado ya, ¿verdad? Como yo; recuerda que antaño dijiste también: siempre. Pero te estoy maltratando, te entristezco; ya sabes que mis caricias son feroces. Da igual, prefiero turbar ahora tu felicidad que exagerarla fríamente, como hacen todos, para que después su pérdida te haga sufrir más... ¿Quién sabe? Quizá más adelante me agradecerás el que haya tenido el valor de no ser más tierno. ¡Ay, si hubiese vivido en París, si todos los días de mi vida hubiesen podido transcurrir junto a ti, sí, me dejaría arrastrar por esta corriente sin pedir auxilio! En ti habría hallado para mi corazón, mi cuerpo y mi cabeza una satisfacción diaria que jamás me habría hartado. Pero separados, destinados a vernos raras veces, es horrible. ¡Qué perspectiva! Y ¿qué hacer? Sin embargo... No concibo cómo he podido alejarme de ti. ¡Ése sí que soy yo! Es lo propio de mi lamentable naturaleza. Si no me quisieras, me moriría; como me quieres, aquí estoy, escribiéndote que te detengas.
Mi propia estupidez me da asco. Habría querido pasar por tu vida como un arroyo claro que hubiera refrescado sus orillas resecas, y no como un torrente que la arrasa. Mi recuerdo habría hecho estremecerse a tu carne, y sonreír a tu corazón. ¡No me maldigas nunca! Créeme, antes de dejar de quererte, te habré amado mucho. En cuanto a mí, te bendeciré siempre; conservaré tu imagen, empapada de poesía y de ternura, como lo estaba ayer la noche en el vapor lechoso de su niebla plateada. Este mes iré a verte, y me quedaré contigo una largo día entero. Antes de quince días, incluso doce, estaré contigo. Que me escriba Fidias, y acudo; ya está convenido. ¿Se le ha pasado el enfado, al bueno de Fidias? ¿Ha entendido el sentido del regalo? Trata de hacerle comprender que era para hacerle reír y pensar, y para devolverle un poco la satisfacción que nos había dado.

Quieres que te envíe algo escrito por mí. No, te parecería demasiado bien.
¿No me has dado suficiente, como para añadir elogios literarios? ¡Quieres acabar convirtiéndome en un fatuo! Además, no tengo nada legible; te perderías entre las tachaduras y las llamadas, pues no he mandado copiar nada. ¿No temes estropear tu estilo al leerme? Querrías que publicase algo en seguida; me excitarías; terminarías por lograr que me tomase a mí mismo en serio (¡y el cielo me libre de eso!). Antes mi pluma corría por el papel con rapidez; también corre ahora, pero lo desgarra. No puedo escribir ni una frase, cambio de pluma a cada minuto, pues no expreso nada de lo que quiero decir. Vendrás a Ruán con Fidias, fingirás encontrarte conmigo y me visitarás aquí. Eso te dejará más satisfecha que cualquier descripción posible. Entonces, pensarás en mi alfombra, y en la gran piel de oso blanco sobre la que me echo durante el día, igual que pienso yo en tu lámpara de alabastro, cuando veía ondular en el techo su luz mortecina. ¿Habías entendido, aquella tarde, que yo me había dado ese plazo? Pues no me atrevía; soy tímido, sabes, a pesar de mi cinismo, o quizá debido a él. Me había dicho a mí mismo: aguardaré hasta que se apague la vela. ¡Oh, qué olvido de todo! ¡Qué exclusión del resto del mundo! ¡Qué suave era la piel de tu cuerpo desnudo... y qué alegría hipócrita saboreaba yo, dentro de mi despecho, mientras los demás seguían allí sin marcharse! Siempre recordaré el aspecto de tu rostro cuando estabas a mis pies, en el suelo, y tu sonrisa ebria cuando me abriste la puerta y nos despedimos. Bajé entre tinieblas, de puntillas, como un ladrón. ¿No era uno, acaso? ¿Son todos tan felices, cuando escapan cargados con su botín? Te debo una explicación sincera sobre mí mismo, para contestar a una página de tu carta que me deja ver las ilusiones que te formas con respecto a mí. Sería cobarde por mi parte (y la cobardía es un vicio que me repugna, cualquiera que sea su forma de presentarse) hacerlas durar por más tiempo.

El fondo de mi naturaleza es, digan lo que digan, el del saltimbanqui. En mi infancia y en mi juventud amé desesperadamente las tablas. Si el cielo me hubiera hecho nacer más pobre, quizá habría sido un gran actor. Aún ahora, lo que me gusta por encima de todo es la forma, con tal que sea hermosa, y nada más. Las mujeres, que tienen el corazón demasiado ardiente y la mente demasiado exclusiva, no entienden esa religión de la belleza, con abstracción del sentimiento. Necesitan siempre una causa, una finalidad. Yo admiro tanto el oropel como el oro. Incluso es superior la poesía del oropel, porque es triste. Para mí no hay en el mundo más que los versos hermosos, las frases bien construidas, armoniosas, sonoras, las bellas puestas de sol, los claros de luna, los cuadros con colorido, los mármoles antiguos y las cabezas de rasgos acentuados. Más allá, nada.
Habría preferido ser Talma que Mirabeau, porque vivió en una esfera de belleza más pura. Los pájaros enjaulados me inspiran tanta lástima como los pueblos esclavos. En toda la política sólo hay una cosa que comprendo, y es el motín. Soy fatalista como un turco, y opino que todo cuanto podemos hacer por el progreso de la humanidad, o nada, es exactamente lo mismo. En cuanto a ese progreso, tengo el entendimiento obtuso para las ideas poco claras. Todo cuanto corresponde a ese lenguaje me revienta desmesuradamente. Detesto lo suficiente la tiranía moderna, pues me parece estúpida, débil y temerosa de sí misma; pero rindo profundo culto a la tiranía antigua, que considero como la más hermosa manifestación del hombre que haya existido. Soy ante todo el hombre de la fantasía, del capricho, de lo deslavazado. He pensado durante mucho tiempo y muy seriamente (no te rías, pues es el recuerdo de mis momentos más hermosos) en irme a Esmirna y hacerme renegado.
Algún día me marcharé a vivir lejos de aquí, y ya no se volverá a oír hablar de mí. En cuanto a lo que generalmente más afecta a los hombres, y que para mí es secundario, me refiero al amor físico, siempre lo he separado del otro. Te vi burlarte de ello el otro día, a propósito de ***; pues era mi historia. Eres precisamente la única mujer a la que he querido y que he conseguido. Hasta ahora me iba a calmar con unas los deseos inspirados por otras. Me has hecho mentirle a mi sistema, a mi corazón, quizá a mi naturaleza, que, siendo incompleta en sí misma, busca siempre lo incompleto. Quise a una mujer desde los catorce años hasta los veinte sin decírselo, sin tocarla; y después, permanecí cerca de tres años sin sentir mi sexo. Creí por un momento que moriría así, y daba gracias al cielo. Querría no tener ni cuerpo ni corazón, o, mejor aún, quisiera estar muerto, pues la traza que tengo en este mundo es de un ridículo exagerado. Eso es lo que me hace desconfiado y tímido para conmigo mismo.

Eres la única a quien me he atrevido a querer agradar, y quizá la única a quien he gustado. ¡Gracias, gracias! Pero ¿me comprenderás hasta el final? ¿Aguantarás el peso de mi tedio, mis manías, mis caprichos, mi abatimiento y mis retornos arrebatados? Me dices, por ejemplo, que te escriba todos los días, y si no lo hago, vas a acusarme. Pues bien: la idea de que quieres una carta cada mañana me impedirá escribirla. Déjame quererte a mi aire, al estilo de mi ser, con lo que tú llamas mi originalidad. No me fuerces a nada, y lo haré todo. Compréndeme y no me acuses. Si te considerase ligera y necia como las demás mujeres, te engañaría con palabras, promesas y juramentos. ¿Qué me costaría? Pero prefiero quedarme por debajo que por encima de la verdad de mi corazón.

Los númidas, dice Herodoto, tienen una extraña costumbre. De muy pequeños, les queman la piel del cráneo con carbones, para que después sean menos sensibles a la acción del sol, que es devoradora en su país. Imagínate que fui educado a la númida. ¿No era fácil decirles: no sentís nada, ni siquiera el sol os quema? Oh, no tengas miedo: mi corazón, por tener callo, no es menos bueno. ¡Pues no! Si me sondeo, no me encuentro mejor que mi vecino. Solamente poseo bastante perspicacia y algo de delicadeza en mis modales. Ya cae la noche. Me he pasado la tarde escribiéndote. A los dieciocho años, cuando volví del Sur, escribí durante seis meses cartas parecidas a una mujer a la que no amaba. Era para forzarme a quererla, para practicar un estilo serio, y ahora es todo lo contrario; el paralelismo se cumple. Una última palabra: tengo en París un hombre a mis órdenes, fiel hasta la muerte, activo, valeroso, inteligente; cuenta con él como si fuese conmigo. Mañana espero tus versos, y dentro de unos días tus dos libros. Adiós, piensa en mí; sí, bésate el brazo. Todas las noches leo tus obras. Busco en ellas rastros de ti, y a veces los encuentro. Adiós, adiós; apoyo mi cabeza en tus senos y te contemplo de abajo arriba, como una madonna.

Once de la noche.
Adiós, cierro la carta. Es la hora en que estoy solo, y mientras todo duerme, saco el cajón donde están mis tesoros. Contemplo tus zapatillas, tu pañuelo, tus cabellos, tu retrato; releo tus cartas, aspiro su olor almizclado. ¡Si supieras lo que siento ahora!... en plena noche, se dilata mi corazón, y un rocío de amor lo invade.
Mil besos, mil, en todas partes, en todas partes.

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Sábado por la noche [12 de septiembre de 1846].

Has estado enferma, pobre ángel mío; quizás ambos somos la causa. Si hubiéramos tenido tiempo nos habríamos matado. Tenía ganas. ¡Qué felices éramos! ¡Qué locos y jóvenes! No vuelvo de mi asombro, aún tengo el corazón arrebatado. ¡Qué pocos días de ésos hay en la vida! Tú misma lo sientes cuando me dices, aún esta mañana, que siempre conservaré un verdadero afecto hacia ti. Es decir, que también piensas que el amor, como todas las piezas musicales que se cantan en nuestro interior, sinfonías, cancioncillas o romanzas, tiene su andante, su scherzo y su finale. Así que también tú has sondeado el abismo y has visto el fondo allá donde creías que no lo había. ¿Sabes que eso es bueno e inteligente, la previsión futura de otro sentimiento tan sólido como el nuestro, cuando éste acabe, si acaba? Sí, desde el miércoles te quiero de otra manera; me parece que estamos más unidos, que somos más íntimos, que menos cosas externas pueden influir en nuestra unión; que, aunque estuviéramos mucho tiempo sin vernos, no importaría, y por último (¿crees tú lo mismo?) que nuestro amor se ha vuelto más serio, a la vez que perdía la apariencia de serlo.

¿Quieres saber el motivo? Es que hemos sido, sobre todo, sinceros; que nos hemos abandonado a la naturaleza sin artificio, sin perturbarnos la mente, como unas pobres criaturas ingenuas que lo hicieran por primera vez. Por eso no he sacado de esto amargura alguna, sino al contrario, una exquisita tibieza que me sostiene en un voluptuoso ensueño. Sin embargo, ayer y hoy he estado espantosamente triste, de esas
tristezas como las que tenía en mi juventud, capaz de tirarme por la ventana para librarme de ellas. Entonces es cuando se desea todo lo que no se tiene, y todo lo que se tiene obsesiona. Entonces es cuando desea uno hacerse renegado, camaldulense, pirata, lo que sea, para salir al menos, aunque sólo fuera en sueños, del horrible ambiente en que se asfixia. Sí, llevo cuarenta y ocho horas aburriéndome prodigiosamente. Es la reacción de la dicha del otro día. Cada alegría hay que pagarla con un dolor, ¿qué digo con uno?; ¡con mil! Así pues, hago bien en no buscarlas demasiado. La felicidad es un placer que te arruina. Sin embargo, esta noche he vuelto a ponerme a trabajar, aunque forzándome. Desde hace seis semanas más o menos que te conozco (expresión decente), no hago nada. No obstante, hay que salir de ahí. Trabajemos, lo mejor posible; después, nos veremos de vez en cuando, cuando podamos; nos concederemos una buena bocanada de aire, nos devoraremos hasta matarnos; y volveremos a nuestro ayuno. ¿Quién sabe? Acaso es el mejor método para trabajar bien y para amarse bien.

¿Quién podría sostener que, viviendo siempre juntos, no llegaríamos a cansarnos uno de otro? Habría sospechas, quizá celos; de ahí acritudes, enfados. Acabaríamos por seguir viéndonos por terquedad o por hábito, y no por atracción como ahora. No lo creo, sin embargo. ¡Eres demasiado buena, demasiado dulce, demasiado abnegada para ser como las demás mujeres, que son tan egoístas, tan ávidas del hombre al que aman!
Me quieres mucho, sí, lo sé; tendría que ser muy malvado y muy estúpido para no sentirlo, para no corresponderte. El otro día me admirabas. (Sí, leía la admiración en tus ojos; ¿qué leías en los míos?) Me encontraba fuerte y ardiente. Pues bien, ahora me parece que estaba frío, que habría podido colmarte de más caricias y ardores y que, a la primera ocasión, borraré el recuerdo de esta noche como ésa había borrado el de la anterior. ¿No dudas ya de mí, verdad, querida Louise? Estás segura de que te quiero, de que te querré aún durante mucho tiempo. Y no te hago
juramentos, no te prometo nada. Conservo mi libertad, como tú la tuya, y «cuando empieces a dejar de gustarme, no te lo haré sentir con excesiva dureza»; son expresiones tuyas.

¡Oh, pobre mujer! No sabes cuánto me ha conmovido eso. Mira, creo, al contrario, que empiezas a gustarme más. Recuerdo tu rostro bajo tu pañuelo de noche, con tus dos rizos, cuando estabas sobre mí, suspendida sobre mí... te brillaban los ojos, te temblaba la boca, te castañeteaban los dientes... y la cálida suavidad de tu cuerpo cuando lo sentí por primera vez, acostados uno junto al otro. ¿Recuerdas la embriaguez que sentí? Adiós, recibe aquí todos mis besos, los que te he enseñado, dijiste, los que quisiera dedicar ahora a cubrir todos tus miembros. Me imagino que estás aquí y que desfalleces bajo su presión...

Adiós, en tus labios, mi amor. [...]


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París. Martes por la mañana [6 de marzo de 1855].

Señora:

Me he enterado de que se había tomado la molestia de venir tres veces, ayer por la tarde, a mi casa. No estaba. Y, temiendo las afrentas que semejante persistencia por su parte podría atraerle por la mía, la cortesía me induce a advertirle que nunca estaré. La saludo atentamente.




En Junio de 1846, Flaubert conoce a la poetisa Louise Colet en el taller del escultor Pradier. Comenzaron una inestable pero apasionada relación, que duró diez años. Los entusiasmos iniciales de los primeros meses, ocasionalmente enfriados por riñas epistolares (sobre todo epistolares, pues las ocasiones de verse eran escasas), ceden pronto ante la serenidad de sentimientos más tibios, que darán paso antes de la ruptura final. Se dice que, desde principios de 1854, Louise trata de exasperar a Flaubert. Le hace peticiones inesperadas, sigue insistiendo en conocer a su madre, airea cuestiones de dinero..., y Gustave, harto de estos manejos, rompe brutalmente con la ella a principios de 1855. Las cartas de Louise a Gustave las destruyó la sobrina del novelista a su muerte, preocupada por mantener limpia la memoria de su ilustre tío, por considerarlas ¨indecentes¨.

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