París, 9 de septiembre de 1833.
Ya tenemos aquí el invierno, alma mía, y ya he vuelto a posesionarme de mi morada de invierno, ese rincón de la pequeña galería que usted conoce; he dejado la frescura del salón verde, desde donde veo la cúpula de los Inválidos, a través de veinte hectáreas de follaje. Es este rincón donde he recibido sus primeras cartas; por esto le amo aun más que por el pasado. Al volver aquí he pensado en usted más principalmente, en usted, mi pensamiento más querido, y no he podido resistirme a decirle por lo menos una palabra, a conversar un minuto, que abarque una hora, con usted. ¡Cómo quiere que no la ame si es usted la primera que ha venido a través de los espacios a dar calor a un corazón que desesperaba del amor! Yo había hecho cuanto se puede hacer por atraer hada mí un ángel de las alturas: la gloria era un faro para mi y nada más. Luego usted lo ha descubierto todo: el alma, el corazón y el hombre. En fin, ayer todavía, releyendo su carta, he visto que usted sola ya había presentido todo lo que es mi vida.
¡Me pregunta cómo puedo encontrar tiempo para escribirle! Pues bien, mi Eva querida (déjeme abreviar su nombre, así le dirá mejor que usted es para mí todo el sexo, la única mujer que existe en el mundo; que usted sola le llena enteramente como la primera mujer para el primer hombre). ¡Ah!, sólo usted se ha preguntado si no será para un pobre artista que carece de tiempo, un sacrificio inmenso pensar en la que ama; y escribirle. Aquí no es cosa dudosa, todos me quitarían las holas sin escrúpulo. Y yo, al mismo tiempo, queriendo consagrarle toda mi vida, no pensar más que en usted, no escribir más que para usted. ¡Con qué alegría si estuviese libre de preocupaciones, arrojaría todas las palmas, toda la gloria y las más bellas obras como granos de incienso en el altar del amor! ¡Amar y Eva, esto es mi vida! Hace mucho tiempo que hubiera querido pedirle su retrato si no hubiera no sé qué especie de injuria en esta petición. No lo quiero antes de haberla visto. Hoy, mi flor celestial, le envío un mechón de cabellos míos; todavía son negros, pero me he apresurado a hacerlo por burlarme del tiempo. Me los he dejado crecer y todo el mundo me pregunta por qué. ¿Por qué? ¡Quisiera tener bastantes para hacerle a usted cadenas y brazaletes! Perdóneme, querida mía, pero la amo como un niño, con todas las alegrías, todas las supersticiones todas las ilusiones del primer amor. Ángel querido, cuántas veces he dicho: “¡Oh, si yo fuese amado por una mujer de veintisiete años, que feliz seria! Podría amarla toda la vida sin temer el alejamiento que la edad impone”. ¡Y usted, usted, ídolo mío, puede ser por siempre la realización de esta ambición de amor!
Querida, pienso partir el 18 para Besançon. Esto es debido a ciertos asuntos imperiosos. Lo hubiera echado todo por tierra si no se tratase de mi madre y de graves intereses. Me creerían loco, y buen trabajo me cuesta pasar por cuerdo. Si quiere usted leer “Europe Litteraire”, desde el día l5 de agosto, encontrará en ella la Theoríe de la démarche y un cuento extravagante titulado Persévérance d’amour, que puede usted leer sin temor.
Hemos leído en estos días el Médecin de campagne. ¡Ay de mí! ¡Entre mis amigos críticos y yo hemos encontrado más de doscientas faltas en el primer volumen! Tengo sed de una segunda edición para poder llevar a la perfección el libro. ¿Ha llegado usted a leer hasta el momento en que Benassis deja escapar el nombre adorado? Ahora estoy trabajando en Eugénie Grandet, una obra que aparecerá en “Europe Litteraire”, precisamente cuando esté yo de viaje.
Tengo que decirle adiós. No se ponga triste, amor mío. No le está permitido estar triste, puesto que vive en todo momento dentro de un corazón donde puede estar segura de que está como en el suyo propio y de que encontrará en él muchos más pensamientos llenos de usted que los que caben en el suyo. Me he mandado hacer una caja para guardar y perfumar el papel de cartas y me he tomado la libertad de encargar para usted una igual. ¡Es tan dulce decirse: “ella tocará y abrirá esta cajita”! ¡Y, además, me parece tan bonita! Además, es de madera de Francia. ¡Además, podrá contener su Chénier, el poeta del amor, el más grande de los poetas franceses, cuyos versos me gustaría leerle de rodillas!
Adiós, tesoro de dicha, adiós. ¿Por qué deja usted en sus cartas páginas en blanco? Pero déjelas, déjelas, no quiero forzar nada. Yo lleno ese blanco. ¡Me digo que su brazo ha pasado sobre él y lo beso! Adiós, esperanza mía. Hasta muy pronto. La posta llega, según dicen, en treinta y seis horas a Besançon. En fin, adiós mi Eva querida, mi estrella llena de gracia y de elocuencia. ¡Sabe usted que cuando voy a recibir una carta suya tengo no sé qué presentimiento que me lo anuncia! Hoy a las nueve estaba casi seguro de tener una. Su lago, me parece verlo, y a veces mi intuición es tan fuerte que estoy seguro que si la viese realmente diría: “Es ella”. Ella, amor mío, ¡eres tú! Adiós, hasta muy pronto.
La correspondencia de Honoré de Balzac, uno de los mas grandes y célebres novelistas que ha dado la humanidad, es sumamente diversa, tanto por contenido como por aquellos a quienes fue dirigida. En 1833 conoce a quien sería el amor de su vida, Eveline de la Hanska, una condesa polaca, casada y madre de familia, y mantiene con ella relaciones esporádicas, motivo por las cuales realiza un viaje a Rusia, todo esto de manera encubierta, hasta que la condesa enviuda en 1842, y Balzac se casa con ella en 1850, sólo unos pocos meses antes de su muerte. Esta carta pertenece al libro "Literatura epistolar", de la editorial Océano.
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