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04 diciembre 2009

Carta de Jean-Jacques Rousseau a Thérèse Levasseur




Extraída del libro "Literatura epistolar", de la editorial Océano.



Monquin, hoy sábado 12 de agosto de 1769.

Querida amiga: Desde que empezó nuestra unión, hace veintiséis años, sólo he buscado mi felicidad en la tuya, sólo he tratado de que fueras dichosa; y puedes ver por lo que hice en última instancia, sin haberme nunca comprometido a ello, que tu honra y tu felicidad me son igualmente queridas. Pero advierto con dolor que el éxito no corona mis afanes: a ti te es menos dulce recibirlos que a mi dedicártelos. No ignoro que los sentimientos de rectitud y de honor, con los cuales naciste, nunca se alterarán en ti, pero siento que los de ternura y apego, que antaño fueron recíprocos entre nosotros, ya sólo existen de mi parte. Querida amiga: has dejado de complacerte en mi compañía; más aún: para continuar en ella algunos momentos, por pura complacencia, necesitas de un gran esfuerzo. Con todos te sientes cómoda menos conmigo; todos los que te rodean están en tus secretos, excepto yo, y tu único amigo verdadero es el único excluido de tus confidencias. No he de hablarte de muchas otras cosas. Necesitamos tomar a las personas que amamos con sus defectos, Y yo debo tolerar los tuyos, así como tú los míos. Si fueras dichosa, estaría contento; pero veo claramente que no lo eres, y esto me desgarra. Si en algo más pudiera contribuir a tu felicidad, lo haría, y santas paces; pero no es posible. Nada he omitido de lo que pensé que pudiera hacerte dichosa; y nada más puedo hacer por muy ardientemente que lo desee. Al unirnos, fijé mis condiciones; accediste a ellas, yo las cumplí. Sólo un tierno apego de tu parte podía comprometerme a cumplirlas y a escuchar únicamente la voz de nuestro amor con peligro de mi vida y mi salud. Convendrás, querida amiga, que alejarte de mi lado no es el mejor medio para aproximarme a ti. Sin embargo, tal era mi intención, lo juro; pero tu frialdad me ha retenido de hacerlo, y los melindres no bastan para atraerme cuando el corazón me rechaza. Ahora mismo, lacerado de angustia y aflicción, no tengo deseo más ardiente y verdadero que acabar nuestros días en la unión más perfecta, y no tener más que un lecho cuando ya sólo tengamos un alma.

Nada aprobamos, nada nos place en un ser que no queremos. Por eso, en lo que a ti respecta, todos mis cuidados, todos mis afanes son insuficientes. No se ordena al corazón, querida amiga, y este mal es sin remedio. Sin embargo, por grandes que sean mis deseos de verte feliz a cualquier precio, nunca habría pensado en alejarme de ti si no hubieras sido la primera en proponérmelo. Bien sé que no debemos asignar demasiada importancia a lo que decimos en el calor de una reyerta, pero tú volviste demasiado a menudo sobre esta idea para que no hubiese causado en tu ánimo alguna impresión. Conoces mi desventura: no me atrevo a describirla por temor a que no la crean. Sólo tenía, querida amiga, un consuelo, aunque muy dulce: volcar mi corazón en el tuyo. Me consolaba de mis penas hablando de ellas contigo, y cuando tú me habías compadecido, ya no me sentía digno de piedad. No habiendo encontrado sino corazones egoístas o falsos, deposite en el tuyo toda mi confianza. Tú eres mi único recurso, eso es indudable. Es indudable que mi corazón no puede vivir sin desahogarse, y sólo puede desahogarse contigo. Si tú me fallas, y estoy reducido a vivir absolutamente solo, soy hombre muerto. También eso es indudable. Pero la muerte me sería mil veces más cruel si viviéramos juntos y desavenidos y entre nosotros se extinguieran la confianza y la amistad. ¡Ah, hija mía, Dios no quiera que llegue a ese colmo del infortunio! Es mil veces preferible cesar de vernos, continuar amándonos y echarnos de menos algunas veces. Cualquier sacrificio de mi parte con tal de hacerte feliz, al precio que fuere, y estoy contento.

Te conjuro pues, querida esposa, a recogerte en ti misma, sondear tu corazón y examinar atentamente si no convendría que realizaras tu antiguo proyecto: tomar pensión en un convento para ahorrarte los desagrados de mi mal carácter y ahorrarme los de tu frialdad; porque, tal como se presentan las cosas, no podemos ser felices juntos: yo no puedo cambiar; tu tampoco, mucho lo temo. Te dejo en perfecta libertad de escoger tu asilo y mudarte a él cuando quieras. Nada habrá de faltarte, me ocuparé de ti más que de mi mismo, y en cuanto nuestros corazones nos hagan comprender mejor hasta qué punto habíamos nacido el uno para el otro, y sentir verdadera necesidad de reunirnos, así lo haremos para vivir en paz y ser felices hasta la tumba. No soportaría la idea de una separación eterna; quiero una separación que nos sirva de lección a ambos; ni siquiera la exijo, en modo alguno la impongo; temo, eso sí, que sea necesaria. Juzga tú, y yo me atengo a lo que resuelvas. Únicamente exijo, si llegamos a esto, y cualquiera sea tu decisión, que la tomemos de mutuo acuerdo: te prometo aceptar en todo tu voluntad, mientras sea razonable y justa, y someterme a ella sin rencor y sin ánimo de pleito. Pero en cuanto al partido que quisiste tomar en medio de tu cólera -abandonarme y eclipsarte sin que yo interviniese para nada en tu decisión, y hasta dejándome en la ignorancia de tu paradero-, eso no lo consentiré mientras viva, porque sería vergonzoso y deshonroso para ambos y contrario a todos nuestros compromisos.

Pesa el pro y el contra, tómate el tiempo que quieras. Durante mi ausencia, reflexiona en esta carta. Piensa en lo que te debes, en lo que me debes, en lo que somos desde hace mucho el uno para el otro y en lo que debemos ser hasta el fin de nuestra vida cuya parte más larga y más hermosa ha pasado ya: sólo nos queda lo justo para coronar una existencia desgracia- da, pero inocente, decente y virtuosa, por un fin que la honre y nos garantice una dicha duradera. Tenemos culpas que llorar y expiar; pero, gracias al cielo, no tenemos que reprocharnos ni perfidias ni crímenes: no borremos por la imprudencia de nuestros últimos días la dulzura y la pureza de los que hemos pasado juntos. No voy a hacer un viaje muy largo, ni muy peligroso. Sin embargo, la naturaleza dispone de nosotros cuando menos lo pensamos. Conoces demasiado mis sentimientos para temer que yo sea hombre, cualquiera sea el grado que mis infortunios alcancen, de disponer para siempre de mi vida antes del término que la naturaleza o los hombres señalen. Si algún accidente termina mi carrera, ten la certeza, digan lo que dijeren, que mi voluntad no habrá tenido la menor parte en él. Dentro de quince días, a mas tardar, espero volver a encontrarme perfectamente sano en tus brazos Pero si las cosas ocurrieran de muy otro modo y nunca tuviésemos la dicha de vernos nuevamente, recuerda al hombre de quien eres viuda, y honra su memoria honrándote a ti misma. Vete de aquí lo más pronto posible. No permitas que ningún monje se mezcle contigo e intervenga en tus asuntos de cualquier manera que fuere. No te digo esto por celos, y estoy bien convencido de que no te tienen mala voluntad; pero no importa, aprovecha este consejo, o atraerás sobre ti, tenlo por seguro, deshonor y calamidades por el resto de tu vida. Acude al señor de Saint-Germain para salir de aquí, que la certidumbre que tienes, de no haberlo merecido, te permita soportar el desdén de su mujer. Busca en París, en Orléans, en Blois, un convento que te satisfaga y trata de vivir allí, más bien que sola. No confíes en ningún amigo, tú no los tienes, yo tampoco; puedes estar segura de ello. Pero confía en las personas decentes y ten por cierto que la bondad de corazón y la equidad de un hombre decente son mil veces preferibles a la amistad de un pícaro. A este titulo puedes contar con el único hombre de letras que, como bien sabes, considero decente. No es un amigo extremoso, pero es un hombre recto, que no te engañará ni tampoco insultará mi memoria, porque me ha conocido bien y es rusto, pero no habrá de comprometerse, y yo tampoco lo deseo Deja llevar a cabo tranquilamente las confabulaciones que urdan contra tu marido, en modo alguno te atormentes para justificar su memoria ultrajada; llegado el caso limítate a rendir honor a la verdad, y que la Providencia y el tiempo cumplan su obra; esta obra se hará tarde o temprano. No te aproximes a los grandes ni aceptes ninguno de sus ofrecimientos, y menos aún los que te hagan los literatos. También excluyo señaladamente a todas las mujeres que se dicen mis amigas. Exceptúo a la señora Dupin y a la señora de Chenonceaux: una y otra me inspiran confianza y son incapaces de traición. Háblales alguna vez de mis sentimientos por ellas, tú los conoces. Tendrás lo bastante para vivir con independencia gracias al socorro que el señor Peyrou tiene el propósito de darte, y que te debe, puesto que ha recibido el dinero para ello. Si en vez de vivir con las religiosas, prefieres vivir sola, hazlo, pero no te dejes subyugar, no te entregues a las vecinas, no te fíes de las gentes antes de conocerlas. Termino mi carta tan aprisa que ya no sé lo que digo. Adiós, amiga de mi corazón: ¡hasta la vista!, y si no volvemos a vernos, recuerda siempre al único amigo verdadero que has tenido y que tendrás jamás. No firmaré Renou, porque este nombre fue fatal para tu ternura; firmaré con el antiguo nombre que tu corazón no podrá olvidar.

J J ROUSSEAU






En la correspondencia del filósofo Rousseau, figura esta carta dirigida a Teresa Levasseur, sirvienta y costurera. Aunque no se casó nunca con ella, fue la compañera de su vida hasta su muerte. Fue su criada, su enfermera, nunca su esposa legal, aunque sí madre de sus cinco hijos. El 29 de agosto de 1768, celebró con Teresa un simulacro de matrimonio, al cual alude en el primer párrafo de la carta. En aquel año, perseguido por la justicia con motivo de la publicación del Emilio, Rousseau había adoptado el nombre de Renou. También alude a esta circunstancia en el párrafo final de la carta.

1 comentarios:

A.L.M.A dijo...

Me ha conmovido profundamente.