Todo empezó cuando Delfina Molina (profesora argentina y casada con un catedrático de literatura), escribió su primera carta a Unamuno. Desde hacía años era admiradora de sus obras. En ella, se disculpa por molestarle, le pide bibliografía para una tesis, haciéndole notar sus opciones sobre la naturaleza y sus dudas respecto al progreso.
Septiembre de 1907
[…] Hasta ahora he pensado en todo como usted.
Tengo gran confianza en sus juicios y por eso pienso que lo que Vd. quiera hacer por mí estará en la misma corriente de mis ideas y me será por lo tanto muy provechoso. […]
Aprovecharé en la medida de mis fuerzas sus consejos, porque le reconozco a Vd. autoridad para dármelo.
No insisto en la estimación que le proceso porque esas declaraciones por my sinceras que sean son siempre un poco chocantes.
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A este primer contacto, el escrito debió de dar cumplida respuesta. Tres años más tarde, Delfina vuelve a escribirle y ya no dejaría de hacerlo.
Enero de 1911
A pesar de no haberle contestado hasta hoy le he recordado constantemente, como a la persona, de todas las que conozco, que mejor encarna la belleza de la cultura, unida a la belleza del carácter. Aunque he vivido en el trabajo y en la lucha como cualquier hombre, conservo felizmente mucho de mujer, y por eso no sé estimar sin querer. De tal manera que mi recuerdo de Vd., presente en todos los instantes de mi memoria (si bien Vd., lo ignoraba) ha sido un recuerdo lleno a la vez de admiración y de afecto.
Como siento hacia Vd. una simpatía y afinidad de espíritu tan grandes como mayores no pueden existir de un padre a una hija, me he permitido estas expansiones, ¿Me consideraría Vd. como una hija? […]
Si Vd. quisiera contestarme diciéndome lo que hace en su casa, en una palabra, hablarme como a una persona de su familia, me produciría un placer infinito, porque créame Vd., lo quiero.
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A partir de ese momento, la única razón de ser de Delfina es el amor que siente por Unamuno, aunque éste sólo le respondiera dos cartas de las diecisiete que le envió ella. Lo cierto es que ella ya nunca dejaría de acosarle con sus cartas. Nunca llegaría a aceptar que él no la necesitara. En 1913 se descubre del todo y aclara el tipo de amor delirante que le profesa.
Enero de 1913
Hace poco leyéndolo a Vd. me asaltó de golpe una pena íntima y profundísima. Comprendí su dolor de escribir para los otros, para tantos envidiosos e incomprensivos y esta pena tan honda y nueva para mí me dio la impresión de que yo, solamente yo, tuviera derecho a su obra. Es una exageración absurda, me dirá Vd., y ya lo sé, también a mí mi razón me lo dice. Pero así siento. Es como un despecho de que otros lo lean y lo juzguen. Como si me robaran algo. […]
Casi no puedo tolerar que lo nombren. Nunca veo el espíritu que deseo para Vd. si alguno lo quisiera como yo lo quiero… ¡entonces sí que me agradaría oír hablar de Vd.! […]
Le escribo a veces cartas que luego no le envío.
Tanto es lo que tengo que decirle… y además una sensación de soledad y desamparo… y el pensar que me agito en el vacío… y que no vale la pena expresar nada… y un dolor que me encierra en mí. ¿Por qué le daremos tanta importancia a lo que sentimos? ¿Qué somos?
Lo quiere más que entrañablemente su amiga.
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Unamuno no podrá pasar por alto la envergadura de los sentimientos de Delfina. Se da cuenta de que la relación se le ha ido de las manos y decide abandonar toda comunicación con ella. La escribe y le implora que deje de escribirle. Contestando a una de las misivas de Unamuno, en la que probablemente le insta a que no siga por ese camino, Delfina se disculpa.
Junio de 1913
Se muestra Vd. Tan prudente y bondadoso conmigo que aumenta mi confusión y mi vergüenza, asaltar su conciencia así sin derecho ninguno, distraerlo de sus preocupaciones mil veces más importantes la menor de ellas, que todos mis anhelos juntos, por mucho que necesite de su apoyo y de su afecto esto, es en verdad, un acto imperdonable.
[…]
Esto es una enfermedad… no sé lo que es. ¿Por qué no habré sabido callar? Mis sentimientos han crecido sin yo saber cómo. Y no, no es porque los haya expresado… no, es una fuerza viva que llevan consigo, y que ni Vd. ni yo hemos de atajar.
Me podrá mandar que no le escriba más. Le obedeceré. Y como Vd. Presiente la orden y yo también, tal vez sea esta mi última carta. Pero todo no se puede mandar. Mi fuerza esta en quererlo, mi vida es la suya. Lo quiera Vd., o no, lo mismo yo viviré de su vida.
Pero ¿no siente Vd. que es así? Sí, sí, no sabe todo… pero esto lo sabe. Y no viviré de otra vida que de la suya. También yo me he dado sin recibir… pero ahora no, ahora Vd. sin sospecharlo siquiera me da más de lo que yo le doy (y Dios sabe si le doy)… […]
Me avergüenzo en una palabra de no haber callado. Nada más. Más digno de tan grande amor hubiera sido el silencio. Esta sí ha sido mi gran debilidad… no me conformo… de haber sido inferior hasta ese punto a mis anhelos… a Vd.
Pero entiendo que tengo derecho a quererlo. ¿Quién podría negármelo? Lo mejor de mí es Vd., lo único vivo y así como no perdono el haber hablado, así no me arrepiento ni me arrepentiré jamás de quererlo.
Y basta ya… no sé ni lo que digo… estupideces sin duda. Estoy en un estado de desequilibrio profundo. Trate de comprenderme.
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Delfina con esta declaración reconoce que debería de haber callado sus sentimientos y aceptar la relación de amistad de Unamuno le ofrecía. Pero su carácter, tan temperamental, no se lo permitió. A pesar de lo que afirma en esta carta, Delfina no cumplió su palabra, y siguió escribiéndole, recuperando en sus letras la cordura de antes. Pero pronto volvió a escribirle declaraciones de amor. Unamuno le vuelve a decir que no le escriba más. Entonces Delfina lee los artículos de Unamuno de La Nación, y se nutre de ellos. Durante los siguientes años seguirá enviándole cartas, discutiendo las opiniones vertidas por él en La Nación, además de insistir en declararle su amor. En noviembre de 1915 escribe esta carta:
Yo que nunca me he acostumbrado del todo a la vida, que jamás me he atrevido a vivir, defiendo el derecho del fuerte.
Ahora estoy pasando por una crisis terrible. Mis hijitos enfermaron de cuidado y alejado el peligro me ha quedado una preocupación al par que abatimiento que no alcanzo a dominar. En estos días se mató un conocido nuestro joven de 18 años y acompañé a la familia. No podía decirles que había obrado mal ni consolarlas a la madre y hermanas, porque verdaderamente creo que cualquiera que piense profundamente diez minutos debe acabar así. ¿Para qué vivimos? […]
Vd. no quiere saberlo, pero yo sé que le pertenezco.
¿Dónde está la libertad? ¡Si uno no logra ni siquiera que reconozcan sus sentimientos!... Si para el amor que es quien más imperiosamente la reclama, no existe, ¿qué importa que la haya para otras cosas? A mí se me da un ardite. Aquella es la esclavitud que me pesa, la otra ni me pesa ni me interesa nada. A Vd. en cambio el amor no le importa, o hace como si no le importara. ¡Qué ceguera tan culpable! (Si puede como si no le importara, es claro que es porque le importa poco),
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Hasta 1924 no volvió a escribirle. Uno de los artículos de don Miguel, volvió a ilusionarla por creer que la aludía a ella. Unamuno es desterrado a Fuerteventura a causa de su oposición a la dictadura de Primo de Rivera. Desde allí, escribe a Delfina. No se sabe la razón que le llevó a elegirla como destinataria, pero en su carta habla de la posibilidad de ser asesinado. Quizá la eligió para desahogarse. Delfina fue a verle hasta Fuerteventura, pero sufrió la indiferencia de Unamuno. Quizá él desplegara con ella la cortesía que corresponde, y ella debió interpretarlo como una muestra de amor. Cuando vuelve a Buenos aires, le escribe.
Cuando recuerdo aquellas horas de Fuerteventura… cuando recuerdo que hubo días que sólo unos pasos me separaban de Vd. en que podía verle y oírle, y contemplar aquel paisaje radioso de la montaña, o descansar junto a Vd. en aquella playa tan querida! ¡Qué sensación tan honda de paz, que sensación de alivio, de descanso tan extraña, teniendo como tenía que esconder mi corazón! […] Me parecía que no importaba callarlo todo. Confiaba yo en Vd. y sentía de Vd. confiaba en mí. Una felicidad tan grande yo no aspiraba a alcanzar. Y cuando dejé la isla me acompañaba tan vivo su recuerdo que me parecía que ya estaba protegida para siempre contra todo infortunio.
Luego en París la ausencia casi constante, (lo que menos puedo sufrir) y aquel aire suyo tan desatendido de mi persona.
He padecido horriblemente. Tenía unos deseos atroces, lacerantes de verle a Vd. a solas. Pero como lo sentía alejado, casi como temeroso de verme, me resigné a acatar su voluntad.
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La triste enamorada vería una vez más a don Miguel en Hendaya en 1926. Poco después se publicó el texto de “Cómo se hace una novela”, donde el escritor dedica unos crueles párrafos a Delfina:
Y entonces al final de mi confinamiento en la isla, después que mi hijo mayor hubo venido con su mujer, a juntárseme, presentóse una dama -a la que acompañaba, para guardarla acaso, su hija- que me había puesto casi fuera de mí con su persecución epistolar. Acaso quería darme a entender que llegaba a hacer conmigo lo que los míos, mi mujer y mis hijos no habían hecho. Esa dama es mujer de letras, y mi mujer, aunque escriba bien, no lo es. ¿Pero es que esa pobre mujer de letras, preocupada de su nombre y queriendo acaso unirlo al mío, me quiere más que mi Concha, la madre de mis ocho hijos y mi verdadera madre? Mi verdadera madre, sí. En un momento de suprema, de abismática congoja, cuando me vio en las garras del Ángel de la Nada, llorar con un llanto sobrehumano, me gritó desde el fondo de sus entrañas maternales, sobrehumanas, divinas, arrojándose en mis brazos: "¡hijo mío!" Entonces descubrí todo lo que Dios hizo par mí en esta mujer, la madre de mis hijos, mi virgen madre, que no tiene otra novela que mi novela, ella, mi espejo de santa inconciencia divina, de eternidad. Es por lo que me dejó solo en mi isla mientras que la otra, la mujer de letras, la de su novela y no la mía, fue a buscar a mi lado emociones y hasta películas de cine.
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A pesar del inmenso dolor que le produjo a Delfina leer estas palabras, terminó perdonándole y siguió escribiéndole. Sus cartas se convirtieron en extensos soliloquios en espera de una respuesta que ya no llegaría. A lo largo de los últimos años, la efusión de sus sentimientos adquiere un carácter mas reposado. La última carta de Delfina está fechada en el verano de 1936 y en ella escribe:
Cuídate, alma mía, piensa que estoy sola, lejos de ti, y piensa en lo que tú representas en mi vida.
Don Miguel de Unamuno murió el 31 de diciembre de 1936, y Delfina veinticinco años después. Había muerto el objeto de su amor, pero no su amor, que seguiría vivo en su mente hasta el final de sus días. Su relación pone de manifiesto que hay veces que el amor no necesita de la correspondencia del sujeto amado, sino que se alimenta por sí mismo.
Cartas pertenecientes al libro "Cartas de amor salvaje(s)", de Paula Izquierdo. Grupo Santillana de Ediciones, S.A. Ediciones El País.
2 comentarios:
Me gusta mucho tu blog, yo colecciono cartas, sobres, postales etc, todo lo relacionado a la HISTORIA POSTAL UNIVERSAL especialmente de siglo XIX y de la primera y segunda guerra mundial, de gente comun, historias minimas, me gustaría que me autorizaras a copiar algunas de tus cartas para mi blog, por supuesto poniendo la fuente
gracias
Julio
Hola, Canoreciclado. Me alegro de que te guste el blog. No puedo acceder a tu perfil y ver tu blog. Está deshabilitado. Si me dices como se llama tu blog, me gustaría verle. Claro que puedes coger las cartas que quieras, de eso se trata, de que se divulguen por todo el mundo y que sirvan de algo a las personas. Eso sí, te agradecería que pusieras la fuente, como tú dices. Gracias a ti por tus palabras, un saludo!
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