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09 enero 2009

Carta de Emily Dickinson a «el maestro»

Verano de 1861


Maestro: Si usted viera cómo una bala alcanza a un pájaro, y él le dijera que no está herido, puede que llorase ante su amabilidad, pero con toda seguridad dudaría de su palabra. Una gota más de la cuchillada que ensucia el pecho de vuestra Margarita... Dios me creó, Maestro. No fui yo misma. Yo no sé cómo ocurrió. Él construyó el corazón en mí. Golpe a golpe, creció más que yo y, como una pequeña madre con un hijo mayor, me can­sé de cargar con él. Me enteré de que existía algo llamado «Redención», algo que hacía descansar a hombres y mujeres. Se acordará que le pregunté por ella: usted me ha dado algo distinto. Olvidé la Redención... (No se lo dije durante mucho tiempo, pero sabía que usted me había cambiado) y estaba cansada... Me siento más vieja -esta noche, Maestro- pero el amor es el mismo, y también lo son la luna y la media luna. Si la voluntad del Señor hubiera sido que respirase donde usted respiraba y encontrase el lugar -por mí misma- en plena noche; si nunca puedo olvidar que no estoy con usted ni que la tristeza y el fracaso están más cerca que yo; si deseo con una fuerza que no puedo reprimir que mío sea el lugar de la reina, el amor del Plantagenet es mi única disculpa...
Estas cuestiones son sagradas, señor, las abordo con veneración, pero las personas que oran se atreven a decir en voz alta «¡Padre!». Afirma que yo no se lo cuento todo. La Margarita «confesó y no desmintió».

El Vesubio no habla; el Etna, tampoco... Uno de los dos pronunció una sílaba hace mil años, Pompeya la oyó y se ocultó para siempre. No se atrevió a mirar al mundo a la cara después -supongo-. ¡Vergonzosa Pompeya! «Le hablaré del deseo.» Sabe lo que es un parásito, ¿verdad?; usted ha sentido el horizonte, ¿verdad?, ¿y el mar nunca se acercó tanto como para hacerle bailar? No sé qué puede hacer pero, gracias, Maestro; si tuviera barba en mis mejillas, como usted, y usted tuviera pétalos de Margarita, y se preocupara mucho por mí, ¿qué sería de usted? ¿Podría olvidarme en la lucha o en el vuelo o en tierra extraña...? Solía pensar que cuando muriera podría verle, así que habría de morir tan rápido como pudiera, pero la «corporación» también lo va a hacer, de manera que el Cielo ya no será un lugar aislado. Digamos que esperaré por usted. Digamos que no necesito ir con ningún extraño al, para mí, país desconocido. He esperado mucho tiempo, Maestro, pero puedo esperar todavía más, esperar hasta que mi pelo color de avellana esté moteado y usted utilice bastón, entonces podré mirar mi reloj y, si el Día está en el lejano ocaso, podemos tentar a la suerte en el Cielo.

¿Qué haría conmigo si vengo «de blanco»? ¿Tiene usted la fuerza para darle vida? Quiero verle más, Maestro, que todo lo que anhelo en este mundo, y el deseo, ligeramente alterado, será el único en los cielos. ¿Puede venir a Nueva Inglaterra este verano? ¿Vendría a Amherst? ¿Le gustaría venir, Maestro? ¿Podría perjudicarnos, aunque los dos seamos temerosos de Dios? ¿Le desilusionaría la Margarita? No, no lo haría, Maestro. Sería consuelo eterno; solo el mirar su rostro mientras usted mira el mío, entonces podría jugar en los bosques, hasta el anochecer, hasta cuando usted me lleve donde el sol que se pone no pueda hallarnos, y la verdad venga, hasta que la ciudad esté llena. (¿Me dirá si lo hará?) No pensaba decirlo, usted no vino a mí «de blanco», ni me dijo nunca por qué... No soy una Rosa, aunque me sentí florecer, no soy Pájaro, aunque crucé el Éter.




Durante toda su vida, Emily se puso en manos de hombres a los que consideraba más sabios que ella y que podían, mediante el sencillo expediente de indicarle qué libros debía leer, organizar sus conocimientos y allanarle el camino del arte que ella pretendía recorrer. Thomas Wentworth Higginson era aquel a quien Emily siempre llama Master en sus cartas y a quien la voz popular ha adjudicado el mote de "Maestro de las cartas".

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