Casarsa, 15 de agosto de 1947
Queridísima Silvana:
Tu carta cayó ayer en mi escritorio como una piedra; fue para mí, por un lado, tan inexplicable, tan ilegible (el tifus de Fabio) y por el otro, tan dulce (los signos de tu amistad) que me produjo una gran turbación, con la pura y simple reacción de un largo latido. Incluso en este momento no sé a cuál de tus dos cartas responder... Pero te digo enseguida, como ya lo habrás imaginado, que la noticia de la enfermedad de Fabio me ha turbado mucho; no tanto por la enfermedad (que se puede dejar de lado considerándola sin duda curable) sino por su amenazante alusión a un destino emperradamente adverso. Yo, que me siento muy involucrado en el destino de Fabio, sentí que este golpe me llegaba de adentro y no de afuera. Y el primer impulso que tuve fue el de aventurarme en esa absurda Etruria en la que están inmersos ustedes y correr a abrazar a mi pobre Fabio.
Contigo no me las arreglaré con dos palabras, Silvana, a costa de transformar esta carta en origen de malestar y no de consuelo; pero es necesario que yo te recupere de alguna manera, que salga de mi inefable (y ridícula) serenidad a la que contribuyen los campos casarseses, mi aspecto demasiado juvenil, etc. Esa serenidad absurda que nos ha hecho pasar momentos de malestar inexplicable y cruel. ¿Recuerdas nuestra conversación en la sala de espera de Casarsa mientras perdíamos el tren? ¿Y mis odiosos silencios en la escalinata de Plaza España? ¿Y el borde rojo del cuaderno que se escapaba de mi bolsillo, causándote esa punzada dolorosa? Todas formas de ese silencio mío, de ese ignoto interior mio, de esa zona desertica en la que te desorientabas, quizá ofendida, a veces, de que yo no te guiase liberándome de esa suerte de insistente vileza.
Pero retrocedamos un poco: ¿recuerdas mi última carta, en la que te describía ese horrible sueño? Bien, ahora he superado esa forma de tristeza y de protesta; he vuelto a mi alegría.., a mi serenidad. Causa de ello es mí retorno a aquel famoso cuadernito rojo donde estaba escribiendo no sé para quién los hechos de mi vida ferozmente privada, íntima, cuyo carácter inconfesable había hecho que me comportara contigo de una manera tan poco viril y honesta. Ahora he retornado el hilo de mi narración, con nueva conciencia: he entendido que la involuntariedad de mis páginas no se debía tanto a un mecanismo psicológico como a una aspiración moralista muy acentuada pero poco conciente. Es por ello que hoy decidí ser explícito contigo, a costa quizá de perderte. Desde los primeros encuentros contigo habrás comprendido que detrás de mi amistad había algo más, aunque no muy diferente; una simpatía que era, incluso, ternura. Pero algo de insuperable, incluso, digámoslo, de monstruoso, se interponía entre esa ternura y yo. Recuerda una cosa más, Silvana, y entonces, al fin, entenderás: vuelve a vernos a los dos en ese restaurante de Plaza Vittorio, frente a los calzoni, y recuerda el ardor con el que defendí a tu amiga homosexual. Por favor, no te alarmes, Silvana, por esta última palabra: piensa que la verdad no está en ella, sino en mí que, finalmente, a pesar de todo, estoy recompensado ampliamente por mi joy, por mi alegría que es curiosidad y amor por la vida. Que todo esto te sirva solo para una cosa: para explicarte ciertas rémoras mías, cierta incomprensión, cierto carácter provisorio y cierta falsa inocencia de mi parte, que quizá (y digo quizá) te hayan causado algún mal. No tengo la pretensión de haber sido tan importante para ti como para haberte herido verdaderamente; no tengo sino algunas sospechas de ello. Sin embargo, creo que tú no minimizarás esta imprevista franqueza, sino que más bien, la considerarás como algo necesario, ¿no es cierto? Porque todavía debo agregar esto, que es además la verdadera razón de todas estas palabras: tú eres la única mujer por la que he sentido algo que se acerca mucho al amor, una amistad ciertamente excepcional.
¿Te herí una vez más, Silvanuta? ¿Me perdonarás? Es verdad que esta carta tan rápida, precipitada, inesperada, no puede sino amargarte, incluso helarte; ¿pero cómo podían continuar nuestras relaciones en el estado en el que estabas? Todo estaba enrarecido, incluso Fabio; era necesario recurrir a esta resolución, a esta intervención, ¿no lo crees? Por otra parte, ¿cuántas veces te había repetido que tú serías la única persona a la que leería mi cuaderno, y que si no lo había hecho era únicamente para no cargar sobre ti un peso que sólo yo debía soportar?
Me parece que éste es el momento propicio; a la sombra de la enfermedad de Fabio ¿tú podrás pensar más con dulzura que con dolor en el amigo que se ha abierto y, consigo mismo, ha abierto una justa interpretación de todo nuestro pasado común? Ahora, Silvana, lo quiera o no lo quiera, tú has entrado en el círculo de mi vital confidencia, en el cuartito del yo; y de esta manera podré encauzar hacia ti todo el bien que siento por ti sin sentir la confusión del niño sorprendido en el error... No sé cómo me responderás, es más, no sé qué pensarás; recuerda, de todas maneras, que esta carta en el fondo no quiere decir nada: yo soy el mismo que has visto en Bolonia, en Macugnana, aquí, en Roma...
¿Cuándo nos volveremos a ver? Entonces sí, al fin, podremos hablar; hablaremos hasta enloquecer. ¡Ah, como habrás detestado a aquel Pier Paolo que te mentía con sus silencios, frente a la estufa de la cocina de Macugnana, mientras tú sumergías tus dedos en el agua caliente, presa de la vitalidad de tus palabras! Eso no se repetirá.
Como un relámpago, ahora recuerdo que esta noche soñé contigo: estábamos justamente en Macugnana, pero en una Macugnana feliz, marmórea; Macugnana sin el Monte Rosa, o el torrente. Ese ángulo del cuarto de estar, parece, ha hecho levar en mi memoria poética el olor de la madera, el color del sillón, de la mesita... hasta hacer de ello una suerte de sustancia de mármol o de ambrosía, en la que tú y yo discutíamos tranquilos y divertidos. ¿Qué otra cosa debería decirte todavía? ¡Todo el resto se ha transformado ahora en algo tan descolorido, después de la violenta conmoción que ha provocado en mí la redacción de esta carta! Ahora pienso en Fabio, exasperado como consecuencia de no poder hacer nada por él; intenta hablarme de él extensamente, Silvana; me gustaría saber cómo ha evolucionado su situación en estos últimos meses, su modo de aceptar la enfermedad. ¿Crees que le gustaría recibir una carta mía? Pero si no sé nada de él no le puedo escribir.
Siento también mucha pena por tu mamá y tu papá; veo su imagen en mis padres. Así que espero lo más pronto posible una carta tuya que llegará al corazón de una vida que no ha cambiado en nada y que es, a menudo, muy dulce.
Te abrazo
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A Silvana Mauri — Milán
Roma, verano de 1952
Queridísima Silvana:
Todavía no te he escrito por los motivos que alegué muchas veces: escribirte me ocupa tiempo, y necesito disponer de una mañana libre para hacerlo; algo que hasta ahora no sucedió nunca, porque, entre otras cosas, vino a Roma un primo mío (el poeta n. 2 de la familia) que me mantiene muy ocupado; estoy continua, fatigosamente tenso. El verano, para mí, es una apuesta que no debo perder: cuento el tiempo por veranos y no por años.
Me arrojo de cabeza en él, con una voracidad escuálida e indiferente: no como nada y muero de indigestión, me la paso comiendo y me siento vacío. Los primeros temporales anuncian la tumba, y la espero con un pánico, en este punto, absolutamente mecánico. Cristóforo desapareció: intenté llevar adelante algunas búsquedas en Villa Borghese, pero fue inútil, porque los otros como él o no lo conocen, o no les importa en absoluto lo que le pueda llegar a suceder, o temen que yo me interese en él por ser víctima de un robo o cualquier cosa de ese tipo y, en consecuencia, me dicen la primera mentira que se les pasa por la cabeza. Yo, por mi parte, lo he olvidado: un destino vale siempre por otro destino. Y Roma ha hecho que yo me vuelva lo bastante pagano como para creer en La validez de ciertos escrúpulos, que son típicamente septentrionales y que en este clima no tienen sentido; ahora entiendo algunas actitudes piadosas de tu parte, tan diferentes de las mías, mucho más heroicas y positivas que las mías (aunque hayan sido, además, un poco inconexas): tus orígenes están aquí, en el sur. ¿Recuerdas cuando (en un tiempo que me resulta muy lejano) hablaban de tu interés por la “relación” con los otros? Era algo que para mí tenía un sabor misterioso, no diferente de la “novela de los Mauri”: ahora me lo explico mejor. Quien vive, por tradición étnica, en un mundo habitado por extrovertidos, cuyos secretos, cuyos ocultamientos son sensuales y no sentimentales, no puede no interesarse por la relación social en un sentido primordial de la palabra corno forma concreta de una vida vivida en las superficies externas, sociales en el sentido primordial de la palabra. Quizá de ello se desprendan, por un lado, todas las formas convencionales que caracterizan a las conformistas burguesías romanas y meridionales (e incluso al pueblo, pero de un modo mis poético: el sexo, no la religión; el honor, no la moral...) y, por el otro, las formas de religiosidad “franciscana” totalmente dirigida hacia el mundo externo, activa, curiosa (observa incluso a Fabio, cuya vocación se inició, con todo, de la manera que conoces, totalmente interior). Hace dos o tres años que vivo en un mundo con sabor “diferente”: cuerpo extraño y por lo tanto definido en este mundo, me adapto a él, con una toma de conciencia muy lenta. Entre ibseniano y pascoliano (para entendernos...), estoy aquí, viviendo una vida completamente muscular, dada vuelta como un guante, que se explica siempre como una de esas canciones que en cierta época yo detestaba, absolutamente desnuda de sentimentalismo, en organismos humanos tan sensuales que para mi son casi mecánicos; donde no se conoce ninguna de las poses cristianas, el perdón, la mansedumbre, etc., y el egoísmo adquiere formas lícitas, virales. En el mundo septentrional en el que yo vivía, había siempre, o al menos eso me parecía, en la relación entre individuo e individuo, la sombra de una piedad que asumía las formas de la timidez, de respeto, de angustia, de impulso afectuoso, etc; para establecer una relación amorosa, sólo bastaba un gesto, una palabra. Prevaleciendo el interés hacia lo íntimo, hacia la bondad o la maldad que existe dentro de nosotros, no era un equilibrio que se lograba entre persona y persona, sino un lanzamiento recíproco. Aquí, entre esta gente mucho mas sometida a lo irracional, a la pasión, la relación siempre está claramente definida, se basa en hechos mis concretos: de la fuerza muscular a la posición social... Roma, circundada por su infierno de suburbios miserables, en estos días está estupenda: la fijeza, tan simple, del calor, es aquello que se necesita para envilecer un poco sus excesos, para desnudarla y mostrarla luego) en sus formas más altas. Pensaba que la veríamos juntos... Pero tú tienes cosas mucho mejores a las que dedicarte: algo de milagroso y de inexpresable, para mí, tan fuera de todas las funciones, tan provisorio y abandonado; y mi estupor es tanto más profundo e indefinido en la medida en que tú repites el prodigio, y lo haces con todos los síntomas de un terror y de una exultación que conozco bien, que te calzas en los esquemas de los “otros” a través de esa dificultad que es poesía. Es esto lo que importa ahora en tu vida, lo que importa en nuestra relación (y que tal vez me impidió escribirte inmediatamente, por una especie de confusión, de malestar del que yo soy objeto, y de alegre ansia de la que tú eres objeto).
Todo el resto tiene bastante poco valor. No te aflijas si tardo un poco en responderte: escríbeme, mantenme informado acerca de tu vida y de la vida (que, tú lo comprendes, me parece estupenda, con su futuro) que se desenvuelve en ti.
Yo tengo muy poco para decirte (el poeta del premio es Ungaretti; si ves a Anceschi te puede decir algo al respecto): mi vida es la de siempre.
Afectuosos saludos para ti y también para Ottiero* y los tuyos.
Pier Paolo
(*Ottiero es el marido de Silvana)
Pier Paolo Pasolini (Bolonia, 1922 – Ostia, 1975) fue un escritor, poeta y director de cine italiano. Fue detenido por las tropas de ocupación alemanas por pertenecer al partido comunista, en 1943 escapó de un campo de prisioneros y se refugió en la campiña de Friul. En 1950 se traslada a Roma, donde escribe poemas, ensayos e historias influidas por el pensamiento marxista, aunque sitúa las esperanzas de un cambio político más en los campesinos y en los habitantes de los suburbios que en la clase trabajadora. Tenía veinte años el día que conoció a Silvana Mauri en una casa de Bolonia. Desde entonces, no se perdieron nunca de vista. Se siguieron siempre, a veces a distancia. Pasolini fue asesinado en 1975, por un joven marginal, que lo embistió con su propio coche.
Fuente: "Pasiones heréticas: correspondencia 1940-1975", de Pier Paolo Pasolini. Editorial El Cuenco de Plata. Buenos Aires, 2005. Traducción de Diego Bentivegna.
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