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19 septiembre 2009

Cartas de Jean Paul Sartre a Simone de Beauvoir


2 de enero de 1940

Mi querido Castor

Hoy, una cartita suya, del 29. ¡Oh, cuánto tiempo hace, pequeña mía!, nosotros, los soldados, estamos a 2. Pero da gusto el aire presumido que tiene usted sobre sus esquís. En suma, todos los años es igual, grandes progresos y una buena diversión tras alguna plancha al comienzo. Me encanta oírla hablar de todas esas bajadas que conozco. Comprendo tan bien cuando me dice que con la nieve fresca son más fáciles y con el hielo tremendamente difíciles. Estoy todo el tiempo con usted. Apenas sí me puedo figurar que esta carta, la que le estoy escribiendo, la alcanzará en París. Piense que mañana recibiré todavía una —o dos, espero— de Megève, me suena raro. Usted está aún en Megève, y yo le escribo a París, donde usted no está, y a donde llegará sin embargo al mismo tiempo que esta carta. Y el 4 la encontrará usted en París y yo todavía estaré recibiendo cartas de Megève. Me recuerda —ribete siniestro aparte— aquella historia de mi tía Marie Hirsch cuando perdió a su hijo, alférez de navío, muerto en Shangai en un accidente; supo de su muerte por un telegrama y un mes después recibió una carta en que él le contaba lo feliz que era —debe haber muerto esa misma noche—. Siempre estoy temiendo que, mientras yo disfruto leyendo su carta, se haya roto usted sus pobres piernitas. Es un temor ligerísimo pero, en cambio, no se imagina lo placentero que resulta saberla tan intensamente feliz, hoy quedé deslumbrado. Respecto del permiso, habrá que tener paciencia, se ha distanciado un poquitín —no más allá del 20 de enero— como finalmente dijimos. Pero qué son veinte días. Lo importante es que antes de un mes estaré en París.
Tania me ha enviado El monje, del que se ha prendado, naturalmente: hay violación, satanismo y lúbricos monjes, y en segundo plano surrealismo, con la figura de Artaud que la fascina un poco desde que lo vio loco. Tania posee, al lado de una real fuerza de sensación, un curioso demonismo de pacotilla solamente aparente (¿por qué su atracción por la sangre si no soporta verla? ¿por qué las violaciones, si se desmayaría en cuanto un tipo le demostrara su deseo con alguna brutalidad?), y sin embargo profundo. No sé cómo decirlo. En cualquier caso, estuve hojeando El monje y me decepcionó un poco. Se nota la mano3 de Artaud pero ni con eso se salva. Y además los horrores me parecieron muy intelectuales, a la manera surrealista. Con todo, tendré que decirle que es espléndido. En cambio, El diablo enamorado que también me envió, pero sin cortarlo siquiera, es una auténtica joyita, lo leí esta tarde de un tirón. Este tipo narra que es una maravilla, tiene ya muchos recursos para el siglo XVIII y hay una criatura singular: una muchacha deliciosa llena de pudores y de encantos que es el Diablo, o sea, un horrendo monstruo con cabeza de camello. Y el héroe se acuesta estupendamente con la chica. Todo se prepara a fuerza de coqueterías, de lánguida modestia, la muchacha provoca al lector tanto como a Don Álvaro y, una vez que lo tiene en sus brazos, le dice con tierno gesto de pasión: «Soy el Diablo, Álvaro, soy el Diablo». Se lo enviaré pero antes tiene que leerlo Mistler.

Doy los últimos toques a la novela —el final— y estoy sintiéndome un poquitín hastiado. Es que me asalta otra vez el deseo de escribir teatro. Al final no sé lo que haré y es bastante gracioso, estoy de lo más excitado, he recobrado mi libertad. Cuando esté en París, cogeré todos los Paris-Soir de septiembre del 38 para documentarme.

Al margen de esto, calma chicha: desayuno en el Café de la Gare, donde Mistler se reúne ahora conmigo, lo cual me causa tan sólo un placer moderado, trabajo, sondeo, almuerzo en el Café de la Gare, donde Courcy se reúne conmigo para el café, lo cual me resulta francamente desagradable, vuelta al trabajo pero remoloneando, suena a final y a querencia. Después ayuné. Mistler vino un rato a que le diera una lista de libros (incluí Faulkner y Dos Passos). Me hallaba de excelente humor. Estoy solo con Keller porque Paul tiene un agujero en el pantalón y prefiere coserlo en su dormitorio a -5° y no delante de nosotros al calor, por pudor o más bien por una vergüenza muy rara (en suma inmerecida) de su cuerpo.

Amor mío, tendrá que enviarme dinero, estoy viviendo con 100 francos prestados. Mañana le envío libros (Kierkegaard y Shakespeare). Todos los demás (y hay bastantes) suman dos paquetes que Mistler ha preparado esmeradamente, que llevan la dirección de Bost y que mandaré en cuanto tenga dinero. Reserve los 1.500 francos para mi permiso y aparte un poco para su viajecito de febrero.

Cuánto la quiero, mi dulce pequeña, tengo muchas ganas de verla. Beso toda su querida carita.

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16 de enero de 1940

Mi querido Castor

Hoy le escribo más temprano porque no he tenido nada que hacer en todo el día (cielo cubierto, no hubo sondeos) y he podido trabajar bien. Primero edificando esta pequeña teoría de la Nada que seguramente ha de despertar su admiración porque 1.° suprime el recurso de Husserl a la ulê, 2.° explica la unicidad del mundo para la pluralidad de las conciencias, 3.° permite trascender de veras el realismo y el idealismo. Todo esto está muy bien, pero no se lo explico porque quisiera que asistiese usted a su nacimiento, tal como se fue dando en los cuadernos; se divertirá. Después, harto de correr en pos de un tema grandioso que se estaba haciendo de rogar, he vuelto modesta y juiciosamente a la novela. Quedaba por escribir un capítulo sobre Boris y lo he comenzado. En el fondo, ¿por qué no retomar y refundir ahora mi novela? Aún estoy de lo más caliente y no obstante lo suficientemente distanciado de los primeros capítulos como para reparar en sus defectos. Entonces le propongo lo siguiente: ¿qué le parece escribir a la dama para que envíe el manuscrito por correo certificado? (O tal vez alguien de La Pouèze viaje a París y pueda llevarlo, ocho días no son mucho.) Y entonces podría hacerlo mecanografiar, en 2 ejemplares, y yo me traeré uno al volver del permiso. O bien, si mecanografiarlo le parece muy caro, me traeré el manuscrito aquí: nuestra vida es tan sedentaria que no correría mayor peligro. ¿Qué opina de esto? Si está de acuerdo, escríbale a la dama cuando le apetezca. De lo contrario, presénteme sus objeciones. En una palabra, he escrito sobre Boris y está saliendo bien, creo que gustará. Y además he leído a Heidegger y comenzado Mientras agonizo. (Envíeme los libros, mi amor, los de Romains, Gilles y, si no está demasiado escasa de dinero, podría incluir una o dos sorpresitas de entre los títulos de la lista. Gracias amable pequeña por su ofrecimiento de vituallas. Justamente he recibido un paquete de mi buena madre y además, si las necesitara, aquí hay.) He recibido una carta suya: esperaba dos, pues ayer no me llegó nada. Era la del sábado.

Mi querida pequeña, entiendo muy bien que pueda sentirse de lo más seca sin dejar de ser feliz, y cómo ésta puede ser una manera de echarme de menos. Yo siento lo mismo. Finalmente nos hemos curtido, y están también todos esos pequeños fastidios (permisos suspendidos, etc.) a los que hay que oponer un rostro impasible, entonces uno se siente seco por dentro pero de una sequedad un tanto acongojada. También yo, amor mío, quisiera sentir mi cuello rodeado por sus bracitos y besarla y hablarle. Por fortuna están estas cartas, de lo contrario no tendría nadie a quien contarle lo que me interesa. Observe que digo esto con el mejor de los humores: tengo las cartas y tengo el cuaderno —y he olvidado un poco, por suerte para mí, lo que es tener cerca ya no digo a usted, sino a alguien que se interese por lo que uno piensa y siente y que pueda comprenderlo. Lo he olvidado igual que la existencia de las tortillas, y no tengo necesidad consciente de ello, me alegra escribir mis pequeñas ideas en el cuaderno y pienso que usted las leerá. Pero hay esto, la contrapartida es que estoy seco. No con usted, amor mío, entiéndame bien. Oh, no, recuerdo multitud de caritas que usted pone y me emociono. Sino ante cosas, gentes, paisajes y también ante lo que escribo; en otro tiempo, una especie de emoción se colaba un poco con la tinta por la pluma de mi estilográfica cuando escuchaba a Johnny Palmer en el Café des Trois Mousquetaires mientras escribía mi novela —y no puedo decir que ella me inspiraba directamente tal palabra o tal frase (aunque hasta sería posible) pero sí que me aportaba simpatía hacia mis personajes. Ahora, en cambio, todo es más conceptual. Veo lo que ellos tienen que pensar y hacer, pero con frialdad. Tengo curiosidad por saber (muy pronto me lo dirá) si la novela cambia con ello, si eso le quita una especie de densidad o no: es en cierto modo una experiencia crucial sobre el embuste que hay en los libros.

Con respecto a los judíos, verá usted, no me ha convencido. Usted escribe: en tal caso (si asumirse como judío consistiera en reclamar derechos para los judíos por ser judíos) asumirse como francés significaría hacerse chauvinista. Pues no. La expresión: derechos, que habré utilizado erróneamente y deprisa, la ha desorientado. El problema es el siguiente: el asumirse como judío, ¿es algo que apunte a la supresión ulterior de la raza y representación colectiva «judío»? (en este caso, la asunción se cumpliría teniendo en cuenta la historicidad inmediata del individuo, como por ejemplo asumirse burgués para suprimir a la clase burguesa, sabiendo perfectamente que, aun cuando uno ayude a suprimirla, lo hará como burgués y seguirá siendo un ex después de su supresión —sólo que luego no habrá más burgueses—) o bien cabe asimismo la posibilidad de que al asumirse como judío uno le reconozca al judaismo un valor cultural y humano, en cuyo caso el principio inspirador de la lucha contra el antisemitismo no sería el hecho de que el judío es un hombre, sino en rigor el de que es judío. Y, naturalmente, no debería uno detenerse en su judería. Pero toda asunción es superación hacia el hombre, se lo explicaré. No concluyo nada ni me corresponde concluir, pero las dos actitudes me parecen igualmente posibles.

Hasta pronto, dulce pequeña, mi pequeña querida. Aquí tiene una carta bien larga y ni siquiera le he contado mi vida. Pero es que no hay nada que decir. Usted vive por mí. Hasta mañana, mi pequeña flor, la aprieto muy fuerte entre mis brazos.

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Miércoles [finales de 1943]

Mi querido Castor

Son las tres y veinticinco, estoy en el Flore, escribo esmeradamente. ¿Así que es usted metteuse en ondes? ¿Qué es eso? Nadie ha podido explicármelo con exactitud. Hoy le hace usted puñetas a las ondas; se desliza en vertical, de arriba abajo. He pensado mucho en usted, en el viaje, en la llegada, me acuerdo de un montón de llegadas, por la mañana: una a Saint-Gervais. Sin embargo la envidio un poco. Lo principal es que se divierta.

El lunes encontré a una Tania siniestra, ignora por qué «c’est bien la pire peine, de ne savoir pourquoi, sans amour et sans haine, mon cœur a tant de peine»; lágrimas, quejidos, manos retorcidas, largos silencios, yo estaba furibundo. Al final, vino Zuorro unos cinco minutos trayendo un paquete de té. El té gustó, dio suficientes fuerzas como para conciliar el sueño. Ayer por la mañana trabajé y almorcé en casa de mis padres. Luego trabajé en el Flore de tres a cinco y media y después acompañé a Roy, que está loco de atar, a casa de Morgan. De ahí a casa de Tania quien, a los dos minutos de mi llegada, sollozaba y pataleaba en su cama gritando: «Telefonea al teatro que no iré». Ignoro el motivo de este aguacero, pero conozco su causa: había ingerido ocho sellos de ortedrina. Uno o dos alegran, con tres se pone uno soñador; con ocho, imagínese. Me negué a telefonear e hice un poco de ruido. Finalmente la acompañé, en el metro, donde gritaba y lloraba a chorros, como si sus ojos fuesen dos aortas seccionadas. Me hizo prometer que no reaparecería por la sala de la Cité «porque si te veo, grito, y me tiro del escenario». No le daba a ello demasiada importancia, fui a trabajar al Flore, bien, hasta las 9, pero a las 9, Vitsoris y una amiga vinieron a darme la lata. A las 9 y media estaba con Dullin, a quien encontré en su camerino de Júpiter, frío como lluvia de octubre, lacónico, quejándose de su soledad. Reí y parloteé como si no me diera cuenta de nada. Me marché en el momento en que empezaba a soltarse, prometiendo volver el martes próximo. Es que Nino Franck merodeaba por los bastidores preguntando por el camerino de Olga Dominique. Hablamos, está muy contento con ella, dice que lo de Typhus puede andar muy bien y que el viernes me hablará del asunto. La tendré al corriente. A las diez vi llegar a Tania, sonriente y alegre, había interpretado con alma el papel de la joven. La acompañé en el metro con una Zazoulich que lloraba a lágrima viva porque había actuado mal (decía) y en la sala estaba Cuny. Lo cual no impidió que Cuny fuera a su camerino a decirle que estaba planeando trabajar con ella (sólo que falta dinero). Me prestó una pipa de Bost porque la mía se me rompió, esa bonita que parecía un chupete. Me quedé cinco minutos con Tania, justo el tiempo de que sollozara un poco sobre su suerte. «¡Vivo con tanta comodidad, ji, ji! —lloriqueaba—. ¡Y tengo todo lo que quiero, ji, ji! ¡Y tengo dinero y voy a actuar! Será que va a pasarme algo horrible para que me sienta tan siniestra en estas condiciones.» Le pasé la mano por el cuello y me marché. Llego al Hôtel de la Louisiane y no está la llave. ¿Se la ha llevado usted? La puerta quedará abierta, mala suerte. Saludé a los chicos, y comí tres huevitos. Hice la carta a Bourla padre y dormí como un dios. Esta mañana, cuatro horas de liceo, después tres huevos y un paquete de tallarines. Hasta las tres menos veinte discutí con los chicos, La sangre de los demás no les gusta, a mi juicio de tontos que son. Pero son amables, todos los días encuentro mi cubierto puesto, una escudilla, un tazón, una cuchara y un cuchillo sobre el mantel atigrado, es conmovedor. Y aquí estoy. Trabajaré un poco hasta que llegue MerliPonte.

Hasta pronto, adorable pequeña. Escribiré el sábado. Baje, suba, sude a mares. La quiero con todas mis fuerzas y beso sus buenas mejillitas (seguro que a la vuelta estarán cobrizas, me crucé con gente toda bronceada que volvía de esquiar).
Saludos al Adoquín.

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Enero, 1946

Mi querido Castor

Cada vez sé menos a dónde escribirle. Me dice que no se marcha hasta fines de enero. ¿Pero se marcha? En Túnez hay montones de cartas para usted. Ésta se la envío a Francia. Pero hágase mandar las de Túnez. Había todo un diario de a bordo y cartas de aquí.

Sus cartas me han embelesado, qué feliz estoy de que se haya divertido en Megève. Sentí como usted, leyendo los artículos de Las Vergnas que me pasó un negro llamado Pélage, lo extraño y ridículo que era que toda esa gente siguiera ocupándose de nosotros cuando uno y otro estamos en otro mundo. Pienso, como usted, que hay que cambiar de vida. Sólo la existencia de mi madre y de Tania me impide partir con usted a trabajar en cualquier sitio seis meses del año. Pero entre eso y el Café de Flore cotidiano hay intermediarios. Aquí, la vida es apacible y sin historia. Me levanto a las 9 y, a pesar de mis esfuerzos, no consigo estar listo antes de las 11 (baño, afeitado, desayuno) acudo a algunas citas y almuerzo con Dolorès o con tipos que quieren verme. Después de almorzar paseo solo hasta las 6, por una N.Y. que ahora conozco tan bien como París; me encuentro con Dolorès aquí o allí y permanecemos junios en su casa o en un bar tranquilo hasta las 2 de la mañana. Bebo fuerte pero hasta el presente sin problemas EL viernes por la noche subo a su casa y allí me quedo sin salir, hasta el domingo a las 4 de la tarde (cuestión porteros). Me llama el prisionero. Pero este viernes nos vamos de week-end a casa de Jacqueline Breton (miércoles y jueves: Boston, viernes a lunes: J. Breton, en Connecticut). Y a partir del lunes tendré un semi-apartamento en la 79.a calle, le daré la dirección. Es un amigo de Dolorès que me lo cede por 15 dólares a la semana. La cuestión pasta va mal, tengo bastante para vivir pero no para las compras. Hoy mismo veré a una agente literaria para que me coloque unos artículos. Hacen mucho ruido a mi alrededor pero no me piden artículos pagos. Y tengo que llevar, por la parte baja, unos 700 dólares de cosas (y de todo lo que gano debo entregar el 25 % al Estado). Mis conferencias sólo me significan 50 dólares cada una, me toman todo el día, a veces la noche y el día siguiente.

De sucesos, nada. Salvo que Dolorès me quiere que da miedo. Aparte de eso es absolutamente encantadora y jamás reñimos. Pero el futuro de todo esto es muy oscuro. No sé cómo escribírselo sin ser grosero con ella (a causa de la frialdad de la cosa escrita) y sin embargo haciéndole sentir las cosas. Le hablaré de ello largo y tendido. (No tomo notas cotidianas porque no pasa nada.) Hasta la vista, querido amor mío, mi adorable Castor, hasta la vista. Me siento inmejorablemente bien con usted y la quiero mucho. Hasta la vista, pequeña, me alegrará mucho volver a verla.
Pienso regresar a principios de marzo (el 3 ó el 4) tomando un barco a finales de febrero (27-28).








Sartre llamaba a Simone "el Castor", debido a su intensa dedicación a las labores intelectuales: "usted trabaja tanto como un pequeño castor". Desde los inicios, Sartre y el Castor deciden basar su relación en la honestidad y la libertad. Cada uno poseía independencia económica, sentimental y sexual: no estuvieron casados, no vivieron juntos y no tuvieron hijos. Juntos recorrieron el mundo exponiendo sus ideas acerca del existencialismo, destacando siempre la importancia de asumir la propia libertad.

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