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13 enero 2010

Cartas de Benjamin Franklin




A Miss E. Hubbard

Philadelfia, 23 de febrero de 1756.

Me conduelo con vos. Hemos perdido un pariente muy querido y muy valioso. Pero Dios y la Naturaleza quieren que estos cuerpos mortales se dejen de lado cuando el alma entra en la vida verdadera. Este es más bien un estado embrionario, una preparación para la vida. Un hombre no ha nacido del todo hasta que ha muerto. ¿Por qué entonces dolernos de que un nuevo niño haya nacido entre los inmortales, de que un nuevo miembro se haya unido a su dichosa sociedad? Nosotros somos espíritus. Que poseamos un cuerpo, mientras puede darnos placer, ayudarnos para adquirir conocimientos, o para hacer el bìen a nuestros semejantes, ésta es una gentil y benévola gracia divina. Cuando dejan de servir a estos fines, y nos dan dolor en vez de placer, se vuelven estorbo en vez de ayuda, y no satisfacen ninguno de los propósitos para los cuales nos fueron dados, es Benjamin Franklin igualmente gentil y benévolo que se nos facilite la manera de despojarnos de ellos. La muerte es esa manera. Nosotros mlsmos, en algunos casos, escogemos prudentemente una muerte parcial. De buena gana amputamos una pierna lisiada que sólo da dolor. Quien se saca un diente se separa libremente de él, pues allí se va su dolor; y quien abandona el cuerpo entero se separa al punto de todos los dolores y posibilidades de dolores, y enfermedades a que estaba expuesto, y que podrían hacerle sufrir. Nuestro amigo y nosotros estábamos invitados a hacer un viaje de placer, que ha de durar eternamente. Su sillón estuvo listo primero, y se ha ido antes que nosotros. No podiamos partir todos juntos. ¿Y por qué nos apenaremos nosotros de esto, si pronto vamos a seguirlo, y sabemos dónde hallarlo?
Adíeu,

B. FRANKLIN

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A Madame Helvétius

Passy, enero de 1780.

Mortificado por vuestra resolución de permanecer sola el resto de vuestra vida, para honra de vuestro marido, como con tanta decisión anunciasteis anoche, regresé a casa, me eché en la cama, me creí muerto, y me hallé en los Campos Elíseos. Me preguntaron si deseaba ver a alguien en particular. «Llevadme con los filósofos». «En este jardín residen dos, que son muy buenos vecinos y muy amigos entre sí». «¿Quiénes son?» «Sócrates y Helvétius». «A ambos los estimo muchísimo; pero llevadme a Helvétius primero, porque de francés algo entiendo, y de griego ni una palabra». Me recibió con suma cortesía, diciéndome que mi reputación había llegado hacía ya tiempo a sus oídos. Me hizo mil preguntas sobre la guerra, y sobre el estado actual de la religión, la libertad y el gobiemo en Francia. «Pues usted no me pregunta nada sobre su amiga Madame Helvétius, y sin embargo ella lo sigue amando con exceso; hace apenas una hora que estuve en casa de ella». «¡Ah!» me contestó, «me hace usted recordar mi felicidad anterior; pero tuve que olvidarla para ser feliz aquí. Durante muchos años no pensé más que en ella. Al cabo recibí consuelo. He tomado otra muier, la más parecida a ella que pude encontrar. Es cierto que no es tan hermosa; pero tiene tanto sentido e ingenio como ella, y me ama infinitamente. Su único y constante estudio es complacerme; precisamente ahora ha ido a buscar el mejor néctar y ambrosía para regalarme esta noche; quedaos conmigo y podréis verla». «Advierto», le dile, «que vuestra amiga de antes es más fiel que vos; pues muchos buenos pretendientes se le han ofrecido, y a todos ha rechazado. Os confieso que yo mismo la amaba con exceso, pero fue severa conmigo y me ha rechazado sin ambages, pues aún os ama» «Os compadezco», repuso, «por vuestra desdicha; pues sin duda es una buena mujer, y muy amable. Pero, decidme, ¿siguen frecuentando su casa el Abbé de la Roche y el Abbé Morellet?» «Sí, en verdad, pues ella no ha perdido a uno solo de vuestros amigos» «Si os hubierais ganado al Abbé Morellet con café con crema, para que hablara en vuestro favor, quizá hubierais tenido éxito, porque discurre con tanta sutileza como Scotus o Santo Tomás, y ordena tan bien sus argumentos que los hace punto menos que irresistibles; o si hubierais conseguido, obsequiándolo con una buena edición de un clásico antiguo, que el Abbé de la Roche hablara contra vos, ello habría sido mejor aún; porque siempre he observado que cuando le aconseja algo, ella siente una fuerte inclinación a hacer lo contrario». No bien acababa de decir esto cuando entró la nueva Madame Helvétius, con el néctar; al punto la reconocí: era la señora de Franklin, mi antigua amiga americana. La reclamé, pero me repuso, fríamente: «He sido una buena esposa para ti durante cuarenta y nueve años y cuatro meses; casi medio siglo; confórmate con eso». Descontento por esta negativa de mi Eurídice decidí abandonar inmediatamente esas almas ingratas y volver a este buen mundo para ver de nuevo el sol, y a vos. Heme aquí. Venguémonos.

B.FRANKLIN








Benjamin Franklin (1706-1790) fue un político, inventor y científico estadounidense. Entre otros inventos, el más famoso fue el pararrayos. De las dos cartas que incluimos aquí, la primera se debe a la muerte de un hermano de Franklin, y su destinataria es la hija de la segunda mujer del hermano muerto. Es una carta fina, ágil; juega un poco con la idea de la muerte, y extrae consuelo para los demás, y quizá para sí, de una filosofía despreocupada y optimista. La segunda, la escribió cuando tenía setenta y cuatro años. Había llegado a Francia cuatro años antes, como embajador norteamericano. Una de sus vecinas resultó ser Madame Helvétius, viuda del famoso filósofo enciclopedista. Franklin se enamoró de ella, que tenía sesenta y un años, y le envió esta declaración de amor. Madame Helvétius no aceptó el ofrecimiento matrimonial de Franklin, pero siguieron siendo muy buenos amigos. Cartas extraídas del libro "Literatura epistolar", de la editorial Océano.

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