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17 julio 2010

Cartas de Zenobia Camprubí y Juan Ramón Jiménez







Domingo noche, verano de 1913

Querido amigo Juan Ramón:

Como me esté un momento más callada estallo, y como no tengo ganas de estallar, aquí va esto, que usted llamará carta, o algo menos chino, pero que yo llamo un rompimiento colosal del dique de mi paciencia y un desbordamiento igualmente colosal de mi ira, indignación, furor, etc. (etcetetorum) (yo me he de reír hasta cuando rabio). ¿Por qué está usted siempre con esa cara de alma en pena? ¡Es usted un egoísta de primera! ¡Caramba! No le da la gana de ver más que lástimas en el mundo. Hasta yo me pongo triste… con que ¡diga usted! Si a usted lo que le pasa es que necesita salirse de la dichosa rutina cariacontecida de su interior. Yo le voy a curar a usted de raíz, pero de raíz. Sálgase de una vez de su cuarto tenebroso (para usted tenebroso, aunque tenga 6 ventanas o un arco voltaico) de la calle Villanueva, y váyase al Escorial, a Moguer y después a la Residencia –pero ¡por Dios enseguida! Y cuando vuelva a Madrid después de haber respirado un poco el aire de campo, yo me encargo de que no le vuelva a dar tristeza. No le voy a dejar parar. ¿Para qué le sirven a usted sus benditos versos? Si fuera verdad que encima de un asno le floreciera el corazón… pase… pero si a usted no le florece el corazón nunca. Si fuera usted un almendro, un peral o siquiera un magnolio… pero si es usted un ciprés, más parado y sombrío que los del Generalife. Déjese de tristezas una temporada y véngase a jugar con todas mis amigas andaluzas y conmigo. Ya sé que se enfada porque le digo que quiero que se enamore de una de mis amigas, lo desdigo. No se enamore usted de ninguna, pero deje que le sacudamos un poco esa tristeza. Sus amigos deben ser todos una serie de lechuzas o no se lo hubieran tolerado a usted. Yo si fuera su hermana… cuando viniera a casa, cogía todos los cojines de la sala y lo estaba bombardeando hasta hacerlo reír.

Anoche no pude terminar mi carta y hoy la concluyo en casa de Josefina. Nos vamos a comprar un par de castañuelas para mandárselas a usted. Acabo también de recibir su carta: “Frater Luna, si en esto estamos desde que lo conocí”. Usted se parece tanto a mi hermano mayor que muchas veces no sé cuál es cuál. Y ¿quién le ha dicho a usted que yo me voy a casar con nadie, pájaro de mal agüero? ¡En eso estoy yo pensando! ¡Y aquí en España! ¡Enseguida! ¿Por qué no será usted una muchacha, Dios santo? No se vaya usted con Ortega y Gasset, váyase con Jaen o con cualquiera que no sea otro sauce como usted. Póngase a escribir seguidillas, vístase de torero y plántese en la calle de las Sierpes a echarle piropos a todas las inglesas feas que desfilen por allí.

¡Alegrémonos de haber nacido! “Frater Sol.”

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Juan Ramón le contesta:


Hermana Zenobita. (Los hermanos no pueden llamarse de usted; y yo lo suprimo ya para siempre.) Llena la frente de estrellas, después de haber estado cerca de ti dos horas, cuando has cerrado el balcón rojo, me he venido hacia casa despacio y triste, triste aunque te parezca mal, ¡reina de la risa! El balcón de tu alcoba, oscuro y hondo, seguía abierto... ¡Con qué pobres dichas se contenta a veces el corazón, el corazón que subió tanto! Muy alegre estabas hoy cuando me escribiste tu carta. Te la agradecí con toda mi alma, pero cuando la terminé me eché a llorar. No es una carta tierna ni dulce. De haberlo sido, me habría puesto más alegre. No, Zenobita, no es que yo sea fúnebre siempre. ¿Me quieres decir qué tiene uno en el corazón de vuelta de esas frivolidades a que, tan muerta de risa, me invitas? Por ejemplo: Esta carta en verso de X, ¿qué compensación puede tener? ¡Hay tantas cosas que están por hacer, que nadie hace, mientras tanto! Tú, la bien dotada, ¿qué vas a hacer de tu vida? ¿Qué sacas en limpio de esas charlas con esas amigas “tan simpáticas” que no han podido comprender al Greco? No soy un maestro de escuela, pero tú sabes bien que el espíritu es una realidad, que existe, que puede ser mucho y que está esperando serlo. Recuerda las palabras de Leonardo de Vinci: “Como un día bien empleado da alegría al dormir, una vida bien usada da alegría al morir". Tú eres mucho y tienes la obligación de serlo. ¿Qué satisfacción puedes hallar hablando con personas cuyo espíritu anda tan lejos del tuyo? Quieres también, y bien sabe Dios cómo te agradezco tu buen deseo, que yo haga lo mismo.

¿No te da pena hacerlo tú y pensar que yo lo haga? Buen sermón -dirás-, y para nada. ¡Ay! la verdadera alegría está más dentro, Zenobita, y dura más. No se acaba ni se cansa con el cuerpo. ¡Ésta es la que yo quiero, la que no se acaba nunca! Es inútil que nos olvidemos de esa gracia interior por la que podemos crear el infinito. El castigo está en el mismo olvido. Sólo hay un retorno alegre: el del trabajo espiritual. No quiero decir que tú no goces con la venta o con el hallazgo de un capitel o de un canecillo, pero seguramente estarías más alegre cuando el portugués del hospital te miraba y te hablaba de la gloria, cuando te escribía el niño de La Rábida, cuando Catalina te decía que tu retrato le había saltado las lágrimas Y si llevaras a esas amigas tuyas a un estado superior, todo estaría bien; pero estar con ellas -¡o con ellosl- por, “pasar el rato”, amoldando un alma como la que tienes a las suyas, es sencillamente una bajeza. ¡Perdóname!, ¡te quiero tanto, que querría que tu luz lo inflamara todo y que a ti nada te oscureciese! “Póngase a escribir seguidillas, vístase de torero y plántese en la calle de las Sierpes a echarles piropos a todas las inglesas feas que desfilan por allí”. “¡Alegrémonos de haber nacido!” Aun cuando todo esto sea una broma, aunque lo hayas escrito con la mejor de las intenciones,Zenobita, en serio te lo digo, ¿no te ha dolido nada al escribirlo?, ¿cómo puedes olvidarte así de ti misma? ¿O crees que eso puede ponerme más contento? De todos modos, no me dejes sin ti misma. Te necesito como seas, como quieras ser, y yo seré lo que tú quieras, sólo porque seas feliz. Si ahora mismo me dijeran que con mi muerte se conseguiría tu felicidad, la muerte me parecería tan dulce como tú misma. Y, antes de concluir: puesto que hemos convenido en ser hermanos, no te alejes así de mí. Te prometo no decirte nada más que cosas fraternales. Pero, por qué, si verte es mi alegría, no he de verte? Por qué dejar pasar con los días este encanto, ¡que no vuelve!, de las palabras buenas, de las miradas cariñosas, de las sonrisas deleitables? Ve a la Residencia, que nada haré que esté mal. ¡Y escribe a este hermano tuyo que sólo desea tu verdadera dicha!

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Las cartas de Zenobia son un estallido de vida palpitante que tratan de zarandear la gravedad de Juan Ramón, a quien con gracia e intención llama: Querido Hermano Luna-(tico)



Tu carta es buena como tú, pero me haces reír. ¿Es que te figuras que yo no hago nada porque trabajo riendo…? Lo cortés no quita lo valiente, ¿verdad? ¿Cree usted que hay algún trabajo superior a otro? Tal vez, pero yo no lo creo. Es el modo de hacerlo. ¿No cree usted que cuando compro cerámica estoy pagando jornales de alfareros…? Pero al ir y venir con chamarilerías, ¿cree usted que se me ofrecen pocas ocasiones de hacer cosas buenas por el camino…? Yo pienso en cada ocasión servir de algo. ¿Y usted cree que, con sus tristezas, usted hace algo mucho más bueno? ¿Usted cree que sus versos hacen a alguien más bueno? Yo estoy segura de que no. Anoche leí Laberinto. Lo leí porque lo había escrito usted, conste, que si no estoy segura no lo hubiera “aguantado” hasta el final... Yo quisiera alegrarlo a usted porque esa antipatía y ese prejuicio que tiene contra lo que llama “frivolidades”, no son mas que el resultado de su ensimismamiento. Las frivolidades no son mas que una capa exterior, lo que importa es lo interior, que es igual siempre, tomando el té o hablando con portugueses agonizantes. Si no nos rozamos continuamente con nuestros semejantes, nos ponemos raros, no le quepa a usted duda. No raros por tener dentro algo mucho mejor que los demás, sino raros porque nuestro aislamiento siempre nos hace creer que somos superiores y nos endurecemos en todos nuestros defectos.

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Hasta 1915, Zenobia no accede a formalizar sus relaciones con Juan Ramón. El poeta, seguro ya del amor de Zenobia, parece humanizarse, como si se hubiera obrado en él lo que ella esperaba para entregarle su amor: el alejamiento de sus introspecciones» y «ratos líricos». Es un Juan Ramón capaz, ante las objeciones económicas de la novia para contraer matrimonio, de hacer cábalas de sus posibles ingresos futuros:



Zenobia, vete haciendo a la idea de que nos hemos de casar este año que entra. Lo tengo por seguro. Yo pienso trabajar en lo que sea –entiéndelo bien- hasta reunir la cantidad que sea precisa. Ya sabes: para este año: 1° Sueldo en la Residencia. (Lo creo seguro.) 2° Calleja (ahí wi su carta; por lo pronto, me da esa traducción). 3° América. Además: los tres tomitos de Shakespeare, a 100 duros cada uno. Gitanjali y El jardinero. El libro de la guerra. Dos libros, Estío y Sonetos, míos. Otro mío, en La Lectura. Colaboración aquí y en América. ¡Y más, seguramente! Tengo pensadas también otras combinaciones con Müller y con Sud-América. Veremos. Fío, en absoluto, en mí. Pero es absolutamente preciso que nos casemos pronto. No sabes la paz, la fuerza, la tranquilidad, el tiempo, que esto me daría. Piensa tú que tu presencia me es necesaria, Zenobia, que mi vida sin ti está falta de vida. La mañana que yo amanezca a tu lado, ¡qué nuevo va a parecerme el mundo! -El porvenir, además, ¡nos traerá tanto y tanto! Ya tú verás.

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Y ella, mujer de sentido práctico, piensa:


Si ganamos tanto dinero no lo gastemos, guardemos lo mismo que si nos salieran mal las cosas, porque no tenemos seguridad de ganar tanto en el porvenir aun cuando creo que ganaremos más todavía, pero lo que si sabemos de seguro es que nunca tendremos ocasión de gastar tan poco como ahora y hay que hacer “chulapico” como dicen aquí. Esta gente es ya demasiado interesada, pero bueno es imitarles en la práctica si no en el espíritu. Yo no habría pensado nada en el dinero si no hubiera visto la ruina que ha traído a nuestra casa el desorden.







Juan Ramón Jiménez Mantecón (1881–1958) fue un poeta español. Aunque inicialmente quiso ser pintor, pronto se orientó hacia la poesía, animado por la lectura de Rubén Darío y de los escritores románticos. En Madrid conoció a Zenobia Camprubí, española educada en Estados Unidos, con la que se casó en Nueva York en 1916. La vitalidad y las constantes atenciones de Zenobia influyeron decisivamente en el nuevo rumbo que adoptó su trayectoria poética. En 1956 recibió el Premio Nobel de Literatura, falleciendo dos años después en medio de una profunda desolación por la pérdida de su esposa. Autor entre otras obras de: «Platero y Yo» y «Diario de un poeta recién casado».

Fuente: "Mujeres para la historia: la España silenciada del siglo XX", por Antonina Rodrigo. Barcelona, Ediciones Carena, 2002.

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